A veces se me va la memoria y confundo el número de mi cédula de identidad con el teléfono de casa; se me olvidan momentáneamente los nombres de mis nietas y debo consultar permanentemente a Google para saber quién era el presidente de Estados Unidos en tal o cual momento decisivo para Irak o el Pakistán, para mencionar dos países de historia agitada. Estoy muy cerca de los 90 años y es mucho pedirle memoria viva a mi pobre cabeza venezolana tan llena de maldades políticas y de personajes impresentables. Jamás he podido tocarlos; más bien los veo aparecer en televisión, sus rostros en grandes fotos colgando de las fachadas de los edificios. Un alivio porque mis movimientos solo cruzan espacios culturales en los que estos personajes de la política, del escarnio policial o de la degradada eficacia económica circulan poco o no circulan para nada. Es más, algunos o muchos de ellos, altos mandatarios del régimen militar bolivariano en franca caída, lucen trajes de marca, costosos relojes y automóviles blindados, pero seguramente hace ya mucho tiempo que dejaron de leer libros sobre economía o biografías de personas importantes. La verdad, no los imagino siquiera leyendo a Proust, Faulkner, Gallegos o Garmendia.
Pero no podré nunca borrar de mi memoria la paquidérmica imbecilidad y torpezas políticas de Nicolás Maduro. No malgasto tiempo y letras para mencionar a muchos que lo rodean, pero creo que si nos dedicamos a buscar a alguien dentro del espacio político internacional no encontraremos a nadie que lo supere en falta de tacto, lenguaje y visión panorámica de los agobios y frescuras de un país. Es un ser primitivo. Nos hemos acostumbrado a verlo porque junto a nosotros, vestido de camisa, zapatos y pantalones jeans, camina el hombre del Neardenthal. Porque, insisto, también el país es primitivo como lo fue Chávez, como lo es Maduro. Pero yo no lo soy; tampoco lo eres tú que me estás leyendo. Mucho menos Juan Guaidó.
Pero se me borran detalles de mucho relieve que tocan directamente mi propia vida. Cada vez que voy a Los Ángeles a pasar en el verano un mes de alivio o de alegría en las Navidades me encuentro a mí mismo, porque paso días felices con mi hija Valentina, su esposo Juan Delcán, sus dos perros y una gata que practican la coexistencia pacífica, y disfruto de una prodigiosa vista sobre un bello sector de la ciudad. Hay mucho amor en esa casa de Valentina y Juan, y ellos saben como trasmitirlo.
Llegué a conocer, por ejemplo, a Alice y su marido John, adorables vecinos. Ver a Alice, escucharla, es aceptar sin ninguna duda la existencia de Dios. Al conocerme extendió una bella oración de estímulo y de gloria para el país venezolano que cuando la tradujo Valentina casi me pongo a llorar.
Durante estas Navidades escribí a mano el libro sobre Belén; mi mujer muerta hace cuatro años. No sobre el ballet sino sobre ella. Pero Valentina, durante el verano de hace dos años atrás, hizo el milagro de producir y editar en cosa de días el libro En el tiempo de mi propia vida, que presenté en Miami con éxito apoteósico.
Valentina seleccionó un determinado número de mis crónicas de El Nacional: Papá, voy diciendo los títulos y tú calificas sin pensarlo del uno al cinco. Los títulos que obtuvieron cuatro y cinco quedaron preseleccionados. Una nueva lectura de los cuatro y cinco determinó las crónicas del libro. Valen empleó unas pegatinas de colores. Verdes, crónicas políticas; azules, familiares; amarillas, de interés general.
En un par de días, armó un libro que contó con la hermosa y sugerente portada de Juan Delcán. Un dibujo suyo de mi mano cerrada sosteniendo una rosa azul, símbolo de lo imposible. Dentro de la rosa, para quien quiera verlo, se descubre el mapa de Venezuela. Pablo Delcán y su padre Juan se ocuparon de diagramar lo que mi memoria no logra establecer del todo: el tiempo de mi propia vida. Moisés Naím escribió un prólogo de hermosa intensidad. Valentina hizo posible que el libro se presentara en la librería Altamira, en Miami; logró pasajes, hotel, entrevistas televisivas; una, en particular, importante, con Jaime Bayly, mucha gloria para mí, y comprometió a Amazon para la difusión mundial del libro.
Simultáneamente, Federico Prieto y Fundavag Ediciones publicaron en Caracas otra serie de mis crónicas con el título de Obligaciones de la memoria, un nuevo éxito sorprendente gracias también a Waleska Belisario y a Alberto Márquez. El primer libro está destinado a lectores del mundo hispánico estadounidense. El segundo, para los lectores en América Latina.
¿Por qué digo todo esto?
Porque me hace trampas la memoria. En mi última crónica escribí que el libro que presenté en Miami era Obligaciones de la memoria. Tuve que corregirme. Es la desmemoria, que me hizo decir Obligaciones de la memoria y no el verdadero: En el tiempo de mi propia vida. Es ese pequeño salto que estoy dando hacia la meta de los 90 el que traicionó el esfuerzo conjunto de Valentina, de los bellos Delcán; de Moisés Naím, Jaime Bayly, Silvia, su hija Zoe, Alice, Edgar y Elizabeth, los fieles amigos; los perros, la gata y el encanto de Los Ángeles. ¡Ya es suficiente fascinación que pueda verse en el museo de la ciudad el célebre cuadro de Magritte: Ceci n’est pas une pipe!
Sigo, muy a pesar mío, confundiendo términos y constatando que son muchas las acciones que van deslizándose hacia el abismo de mi desmemoria. Valentina sabrá perdonar el miserable escamoteo de los últimos tiempos de mi propia vida si acepta como glorificación de mi afligida memoria que jamás me olvidaré de ella ni de Juan Delcán, pero tampoco de los estragos que Nicolás Maduro y su grupete de gente mala conducta le han causado al país venezolano, mío, de nosotros y de Juan Guaidó.