Con el inicio del año Venezuela entra en su fase más trágica desde el punto de vista humanitario. Prácticamente hemos llegado a una coyuntura económica, la hiperinflación, que hace absolutamente precaria la mera supervivencia para la mayoría de nuestra población. Voces de muerte suenan en todo el país. La peste se expande por doquier, como dirían Albert Camus y el obispo Víctor Hugo Basabe de San Felipe, este último bajo la acusación de la muy mesurada y culta palabra de Nicolás Maduro por afirmar semejante llamado al odio.
Pero por eso mismo, o contra eso mismo, porque la vida siempre busca permanecer, también es factible imaginar bajo el azul y la luna de enero que esta descomposición está por terminar, que el país ha echado a andar y no va a detenerse hasta salir de esta jauría que lo ha maltratado y humillado por dos inacabables décadas. Siento yo que comienza a abrirse más de un camino, varios hacia esa meta.
Hay uno, en algún sentido el más deseable, en otro el más estrecho y endeble, plagado de asaltantes de camino: la negociación dominicana en curso. Cuesta creer ciertamente que los autores de tanta villanía deseen entronizar la paz y las buenas costumbres democráticas en el país para emerger del círculo infernal en que vivimos. Pero de ninguna manera es sensato no jugar esa carta que, por lo demás, ya está sobre la mesa. No hacerlo, contando con un inmenso apoyo de países civilizados del globo, sería una insensatez; esa ayuda internacional la vamos necesitar hoy y mañana. Que el gobierno pague el precio de su eventual fracaso. Además, es concebible, ha pasado, que los opresores traten de salir con más sigilo y caretas de sus laberintos para permanecer políticamente y asaltar de nuevo el poder en un futuro no tan lejano, robustos además de gobernadores y alcaldes fraudulentos, abundosos de dinero mal habido en las alforjas, férrea vocación para el atropello, adicionalmente, en un país que ha de comenzar desde muy abajo, en la mayor fragilidad, su renacimiento histórico.
Pero también se siente con creciente y acelerada intensidad la descomposición de las estructuras mínimas del país, prácticamente todas. Las medicinas, la comida, el transporte, los servicios, el dinero efectivo, la mínima seguridad personal, la educación, las instituciones trabadas o prostituidas, hasta la fiesta y la noche… Y simultáneo con ello, la respuesta popular ya no política ni organizada ni ideológica, sino doliente, estomacal, iracunda, irrefrenable. Y, sobre todo, ya no es la clase media demolida de los meses pasados, sino los de abajo, los que no tienen sino cadenas que perder. ¿Primeros signos de una devastadora implosión?
Igualmente, creo que en el ámbito político pasan cosas. Algo debe estar moviéndose en la morada chavista; piensa uno que Ramírez debe tener, además de pecados, unos cuantos rojos-rojitos, también con plata, capaces de mover el tablero del PSUV. Lo cual, sumado a los anteriores desafectos, mejores y peores, puede hacer realidad la tesis de que Chávez estaba tocado por la gracia salvo en una ocasión, la que lo llevó a nombrar a su nefasto sucesor, desvarío de la enfermedad seguramente, y que se debe reparar para su mayor gloria. Y dicen, dicen, que incluso hay gente que de noche oye rumores de sables.
En ese sentido, la oposición tiene tareas urgentes después de su desplome de fin de año. Rehacer la unidad y preparar las elecciones presidenciales, dialogadas o no, con candidato único (se sumará uno que otro orate). Y ahora mismo llenar las calles no para derrotar a los cuerpos de seguridad, sino para demostrar que somos muchos, muchos y firmes los dolientes.
Pero, ojo, el gobierno no está caído. Sigue apadrinado. Y su ferocidad y descaro ya ha superado todo límite. Un solo ejemplo basta, la pasión y muerte de Oscar Pérez. En vivo y en directo. Con uso público y notorio de sicarios. Bajo la dirección impúdica de altos líderes. Desatendiendo mínimos principios humanitarios y legales. Mintiendo luego sin el más mínimo reparo. Claro, hay que cuidarse.