COLUMNISTA

Con los perdedores del mejor de los mundos

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

Pasar días en la calle es duro. En México ni hablar. Que un comediante decida vivir sin cobijo en la acera del DF es digno de atención, es algo que no ocurre en el país.

El comediante quiere rebasar sus límites, romper sus moldes, dar antes que recibir, recibir para luego entregar. Y su aspiración me parece válida, legítima.

Afirma que desde ahí saldrá el humor. Personalmente, no soy fanático de la comedia demagógica de José Rafael Guzmán. No sé si es un asunto mío o de la edad. Hay una brecha importante, un asunto generacional, y sus chistes y rutinas populistas no me atrapan. No pasa nada, soy uno solo que se abstiene entre miles de fanáticos que lo celebran.

Desde ahí veo su show de mendigo, que es una manera de fijar posición, poniéndose en el lugar del otro, del que sufre, en una metáfora política de una diáspora venezolana a la que le ha resultado difícil sobrevivir fuera de su país.

A diario los jóvenes abandonan su tierra en busca de las oportunidades que la dictadura les niega.

En tal sentido, el ejercicio de estilo de Guzmán es un acierto, pues visibiliza una agenda que nos conmueve, que nos aterra y que nos preocupa.

Su cuerpo le pone rostro a un problema nacional. Ahí radica el impacto de su propuesta, su virtud, su mérito.

El método de seguro es brusco, a veces roza la parodia chusca, la caricatura subrayada y el melodrama manipulador. Por ejemplo, el protagonista pide una barra de pan, se la niegan y rompe en llanto. Todo es verosímil y posible. No obstante, el hecho de remarcar el instante con una música trágica, me saca de la escena, me pone en guardia, me alerta sobre el ingreso de una figura kitsch que quiere sacudirme como espectador, subestimándome con la postproducción retórica.

Ya la situación es suficientemente compleja como para ponerle un extra de telenovela, de episodio del Chavo o de capítulo de Alerta.

El exceso de edición perjudica el naturalismo y la apuesta por el realismo de Guzmán.

El ángulo documental de la serie invoca el fenómeno de la creación dos punto cero, que echa mano de las técnicas digitales en boga. Coincide con el proyecto de protesta de Carlos Caridad en Selfiementary.

La forma comprime los saberes de la inteligencia colaborativa y de las redes sociales, desde las historias de Instagram hasta los primeros planos de los videoblogs.

Noto y descubro innumerables influencias del humor en primera persona, de comediantes que se sometieron a pruebas para evolucionar y hacer comprender un flagelo que se nos escapaba de la comprensión.

Así se hizo grande Michael Moore, aunque después nos defraudó con su afán de ser protagonista de la historia y de imponernos una visión de izquierdista trasnochado que no va más.

Así nos cacheteó Morgan Spurlock, sacándonos de nuestra zona de confort, al comer Mc Donalds por 30 días, para sufrir unas consecuencias evidentes en su organismo.

Ellos mismos fueron conejillo de Indias de su experimento y nos brindaron la oportunidad de ser testigos de su cambio, de su metamorfosis.

Los días de Guzmán, como indigente, cumplen la función de un revulsivo, que nos ha puesto a discutir sanamente en casa, en la intimidad y en público.

Las principales críticas, que escucho y pondero, radican en dos espacios enunciativos. Primero, se considera que Guzmán se apropia de un discurso, el de la pobreza, desde una posición de poder, que terminará beneficiándolo y que, en efecto, ya explota en Youtube.

Se da el caso de una pornomiseria que vampiriza a la alteridad sin la carga que supone ser un pordiosero a perpetuidad. Lo propio acontece con las culturas de las minorías que hoy son instrumentadas por el mainstream y la industria, con el único fin de vender una marca, un sello o una imagen.

Cuando José Rafael lo disponga, podrá volver a su vida normal. Es su seguro a la mano, su salida de emergencia.

Segundo, se corre el peligro de banalizar una situación peliaguda, que deviene en impostura, en el chiste de la semana y en la comidilla de una burbuja caraqueña.

Es noticia que un comediante del milenio descubra la necesidad y la supervivencia.

Espero y aspiro a que la idea trascienda y que no se queme en la parrilla de un performancismo efímero, autoindulgente, que Avelina Lésper considera una trampa del arte contemporáneo.

En última instancia, lo que me pone del lado de Guzmán es su vocación de riesgo, de atreverse, de irse por las ramas, de invitarnos a transgredir nuestros límites.

Salvando las distancias, ha puesto en práctica lo que llevó a la fama al periodista del famoso libro Cabeza de turco, que se disfraza de obrero, migrante y esclavo, para desnudar las falencias y las carencias del mundo aparente.

Si la evolución de Guzmán es convertirse en el Günter Wallraff criollo, me puede contar entre sus seguidores.

Me late que José Rafael le está dando una pequeña lección a nuestros miles de bolichicos, egoístas y nuevos ricos de la zurda konducta, del fascismo endógeno, de la secta corrupta.