Con este mismo título ya habíamos publicado un artículo. Pero, como es materia que no se agota, volvemos hoy sobre el mismo tema.
Bien lo sabemos, ningún ser vivo es inerte. Todos emiten movimientos, cada especie cuenta con sus propias maneras de hacerlo, con la forma de exhibir sus manifestaciones de vida, ya sea por voluntad propia o por instintos. A ello se le denomina comportamiento o conducta.
Los seres humanos contamos, afortunadamente, con el privilegio de estar provistos del misterioso aparato psíquico-intelectual con el cual, conscientemente, actuamos y dirigimos nuestro comportamiento, no así lo pueden hacer los irracionales. Y, como es consciente, también es voluntario, modificable y, por ello, educable. Precisamente, por el hecho de ser educable tenemos, entonces, una buena tarea que cumplir: ante todo, apartar espacios y sin perjuicios ocuparnos de examinar el propio yo, o sea, empezar por la casa; cada quien puede y debe revisar sus habituales actuaciones (que tal vez involuntariamente las haya descuidado) haciéndose una introspección, un mirarse hacia sí mismo, escudriñarse. Debemos aclarar, el comportamiento humano no alude solo a lo que es visible externamente, sino también a la responsabilidad, al cumplimiento de las obligaciones como miembro de una familia y de una comunidad que pueden ser calificarlo de ejemplar o reprochable.
Ciertamente, así como dedicamos tiempo suficiente al desempeño de las actividades cotidianas y laborales con las que convivimos, ¿por qué no ocuparnos, también, en atender lo interno? Ello en atención a que el comportamiento humano es y debería ser siempre como una escuela, pues de él aprendemos y con él enseñamos. De allí la conveniencia de que cada quien examine el suyo y procure adoptar el mejor que observe en otras personas; también revisar si en ese vivir y convivir estamos acatando las normas sociales de respeto y decencia. Entonces hay, pues, dos formas mediante las cuales manifestamos el diario y habitual actuar: uno, llamémoslo físico, es el comportamiento externo, visible, que puede ser imitable o censurable; la otra forma atiende a lo cultural, al acatamiento de las normas que deben regir la convivencia en la sociedad: el respeto, la honestidad y el cabal acatamiento a las virtudes ciudadanas. Aunado con ello está el lenguaje, que es una de las formas más bellas de expresar el grado de cultura que se posee.
Esto es más exigible a los profesionales de la comunicación pública, a los académicos y a los docentes; pero, en mayor grado a quienes ocupan las más altas posiciones políticas en representación del pueblo y del Estado, donde las virtudes ciudadanas, la dicción, el respeto y la compostura en general revelan la cultura y calidad del funcionario y, consecuencialmente, del Estado. Se preguntará el lector, en ese orden, ¿qué debe exigírsele a un presidente de la República? Se le responde: eso requeriría más de una página. Por de pronto, además del cumplimiento irrestricto de sus funciones, el presidente de la República debería ser un verdadero y ejemplar maestro, respetuoso, reflejo de virtudes ciudadanas, debida compostura en todo y con actitudes ajustadas siempre a la moral y a la ética. Todo ello a sabiendas de que siempre rigurosamente estará siendo observado por propios y extraños.
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