No es poco lo que tiene Iván Duque escrito en su agenda como presidente de la nación neogranadina para los próximos cuatro años. Poniendo a un lado el imperativo despegue de la economía que en sí mismo constituye un colosal reto que servirá no solo para poner al país en la senda de crecimiento y de la justicia social, el más complejo proyecto a acometer por el nuevo mandatario es el de estructurar la continuidad que hay que imprimir al proceso de paz de La Habana.
Sin un agresivo plan económico y social que produzca resultados tempranos, Gustavo Petro tendrá un terreno fértil frente a sí para el ejercicio de su populismo, de la mano con esa izquierda venezolana no afecta al madurismo, pero sí cohesionada por el culto a las ideas de Hugo Chávez. Eso lo vimos muy claro en sus posturas durante la campaña electoral. Se deslindó del gobierno de Nicolás Maduro, pero mostró un fuerte apego a las tesis del “comandante”. Los 8 millones de colombianos que le dieron el 42% del voto popular a Petro y que estructuraron en torno a él una coalición de partidos políticos, van a hacerle contrapeso grande a Duque en su presidencial al igual que el 49% de los colombianos que se manifestaron a favor de la paz de Santos en el referéndum del año 2016.
No las va a tener fácil consigo Duque en aquello de “no hacer trizas” el convenio de paz que fue lo prometido en la campaña, pero sí realizar “correcciones para que las víctimas sean el centro del proceso para garantizar verdad, justicia y reparación”. Solo a título de información, 3.126 sindicalistas fueron asesinados en los últimos años por la violencia guerrillera y sus allegados esperan algún género de pena para los perpetradores de los crímenes. Duque ha dicho que no está a favor de pasar la página sobre las satrapías de los alzados en armas, pero desmontar esa suerte de amnistía colectiva ya aprobada incluso con el acuerdo de importantes países de la comunidad internacional le resultará muy cuesta arriba.
Otro tema espinoso a abordar con valentía y en el que, además, estará sometido a una presión sostenida de Álvaro Uribe, el senador más votado del Congreso, es el desmonte de la bancada de las FARC en el Parlamento, lo que también fue una concesión graciosa labrada en piedra en el acuerdo de La Habana. Durante la campaña electoral el nuevo mandatario prometió revisar lo acordado con respecto a esta participación automática en política de los jefes rebeldes a cambio de su dejación de las armas. Su mentor, el ex presidente Uribe, se encargará de llamarlo al botón a cada paso y de que el tema no pase al olvido, aunque desandar lo andado será muy cuesta arriba. Este asunto de la modificación o eliminación de la participación parlamentaria, una prebenda ya adquirida y ejercida por los ex guerrilleros, será un escollo mayúsculo del nuevo gobierno de cara a la cúpula rebelde. Hará falta mucha destreza negociadora y mucha imaginación creativa, pero lo cierto es que la corrección de aspectos socialmente nocivos de los convenios con la guerrilla no está reñida en lo absoluto con el cuidado de los elementos que son imperativos en el pensamiento de Iván Duque.
Por último, dentro de este complejo escenario transicional, Iván Duque deberá escoger el papel que deberá jugar la cuarta economía continental en relación con el díscolo vecino que actúa en desfavor de Colombia más allá de la frontera del Arauca. El Duque-candidato se pronunció contundentemente en contra de la dictadura del país vecino, pero ahora le toca asumir un papel mucho más proactivo que el que tuvo Juan Manuel Santos en el fin de su mandato, cuando se desmarcó del gobierno de Maduro. De este recientemente estrenado conductor de la política colombiana se espera que asuma el liderazgo regional no solo en aquello de execrar la dictadura venezolana, sino en conseguir su aislamiento y obtener sanciones determinantes para sus crímenes.