La procesión va por dentro de cada venezolano, agónico, marchante pertinaz sobre el corazón de la patria o afuera, sin reconocerla y sin reconocerse en ella, por lo que se muestra irascible ante el panorama que observa. Somos almas en pena, desorientadas. Ese es el drama, la acabada expresión de un país que fallece como realidad de nación, sufre de severa anomia, ha perdido 12% de su población desde cuando asalta el poder, cargándose a la Constitución y apalancado por un holding narco criminal transfronterizo, Nicolás Maduro Moros.
La soberanía moral de Venezuela –no ya la territorial, que a lo largo de los últimos 200 años se nos reduce por culpa propia, en tiempos de desencuentros fratricidas: ahora el Esequibo y el sur amazónico– ha sido pisoteada, mancillada a manos de un sicariato cubano y venezolano que tortura, lapida, viola la integridad personal de hermanos y los ejecuta con “escuadrones de la muerte” de talante sádico. Así lo constata Michelle Bachelet. Antes lo hace, sin ser escuchado, Luis Almagro. Se pensaba y decía ante terceros que eran exageraciones del secretario de la OEA, perturbadoras, un obstáculo para resolver sobre una cuestión compleja como el secuestro de todo un país y sus mismos dirigentes, hoy sin autonomía para zafarse por sí solos de sus secuestradores.
Esos son datos objetivos, duros dirían los economistas, que abonan, pero hay otros que no pueden obviarse si el propósito es conjurar al mal absoluto.
La regla de oro es que se le da tregua y ofrece beneficios solo al represor arrepentido o derrotado, o cuando se doblega ante realidades que le son adversas, más gravosas que atrincherarse y sin tiempo adicional que le oxigene. De modo que negociar con el régimen depredador y represor de Maduro, que es realidad impuesta al país, inútil cuestionarla, podrá satisfacer si sus resultados logran el objetivo deseado, su desalojo. ¿Son esas las premisas, las aceptan sus negociadores?
De no ser así, de entenderse tal esfuerzo –el que impulsa Noruega y acoge el Caribe angloparlante, que tanto malquiere a Venezuela– como la fragua de un Frankenstein político, obra de un sincretismo de laboratorio, a la vuelta los secuestrados podremos aliviar nuestras penas a cambio de seguir tras las rejas, bajo control de nuestros victimarios, huérfanos del afecto social y político que nos permita recomponernos.
La vocería de la república constitucional la ostenta, de modo indiscutible, el actual presidente encargado, Juan Guaidó, con independencia de quienes influyan en sus decisiones. Este es otro dato de la realidad. De modo que goza de un beneplácito consecuencia de las circunstancias, resultado de una población fracturada y desesperada, ahíta, por ello mismo, de un “mesías” que le saque de su marasmo. De modo que esta espera silenciosa y tensa por los resultados de las negociaciones mediadas por Noruega. Luego hablará, después decidirá sobre el futuro político de quien y quienes la han llevado hasta este laberinto. No habrá excusas.
Las fortalezas con las que se sientan los representantes del encargado presidencial en la mesa de Barbados tiene como única materialidad –las declaraciones de buena voluntad de los gobiernos europeos son solo eso, buenos deseos– a las sanciones impuestas por Estados Unidos y las iniciativas concretas del gobierno de Colombia para la persecución de los responsables dentro del régimen de Maduro de crímenes de trascendencia internacional, como el narcotráfico, el lavado de dineros, la violación sistemática de derechos humanos.
Cabe, pues, una pregunta, adicional a los datos: Pueden los talibanes de Maduro, los Rodríguez, y la honorable delegación de la Asamblea Nacional, ¿disponer a su arbitrio sobre el levantamiento o el fin del arsenal de sanciones internacionales que pesan sobre aquel y los suyos? ¿Pueden Noruega y las partes en la mesa obviar a Colombia y Estados Unidos, cuyas seguridades y la gobernabilidad de la primera pueden quedar comprometidas con lo que se decida en Barbados?
Lo único disponible es lo que está en manos venezolanas, más todavía en las manos de una sola de las partes, el régimen, el irse o aceptar lo procesal electoral, la cohabitación política, obviando los elementos sustantivos de la experiencia democrática y sus exigencias éticas sobre las que nunca alcanzarían un consenso con el país. Nada más.
En la distribución de las tareas, quienes junto al presidente Guaidó forman el gobierno encargado, han de entender que, a los demás actores del país, no solo a la oposición extraña a dicha apuesta, les corresponde, legítimamente, desde la opinión pública, la tarea del escrutinio. Es inexcusable, incluso siendo acre, entre quienes creen sinceramente en la democracia y las libertades; entre quienes, en buena lid y de buena fe, desean superar la visión autoritaria, de silencio impuesto y censura política –¡prohibido hablar mal de Chávez!– que aún busca modelar al cuerpo social de los venezolanos, desde hace dos décadas.
Me preocupan, finalmente, la ausencia dentro de la mesa –sin mengua de los enviados de Guaidó– de negociadores verdaderamente representativos del país político, autorizados para aceptar o rechazar a todo riesgo los acuerdos, si los hay. Pienso en Julio A. Borges, que pudo ponerle fin, en seco, a las espurias negociaciones de República Dominicana, no aviniéndose a las exigencias del régimen y del ex presidente español Zapatero, sufriendo luego las consecuencias y el exilio. La otra, fundada en mi experiencia de gobierno, es lo dañino de colaboradores o simpatizantes que solo ofician el culto, lanzan flores sobre el camino del gobernante, obsecuentes que le ocultan el hueco que puede llevarlo a su desplome.
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