Muchos aún se preguntan, como si fuesen satélites que giran alrededor de la Tierra, sobre lo que pasa en Venezuela. Pero yo me pregunto, como venezolano y cronista cotidiano de nuestra tragedia y a lo largo de las dos últimas décadas, ¿qué le pasa a la comunidad internacional con relación a Venezuela?
El secretario general de la OEA, Luis Almagro, con datos duros y a mano, nos muestra en sus informes a una nación en crisis humanitaria terminal; secuestrada por funcionarios coludidos con el terrorismo y el narcotráfico; sujeta a la violencia de grupos colectivos paramilitares; víctimas, sus diputados y los militares disidentes, de torturas sistemáticas en los sótanos de la policía política; y a una Fuerza Armada ocupada de administrar los restos de una economía en quiebra, canibalizando las riquezas minerales del país en complicidad con las FARC y el ELN, en fin, atendiendo al negocio de las drogas, o bien neutralizados sus miembros por el miedo, bajo amenaza de los comisarios cubanos. Raúl Castro reconoce que alcanzan a la cifra de 30.000 los miembros de sus CDR presentes en Venezuela.
El Grupo de Lima, que es ya una fragmentación de la OEA, decide retirarle su reconocimiento al régimen de Nicolás Maduro, por ende, desde el pasado 10 de enero. Le concede su legitimidad sucesiva a la Asamblea Nacional, para que ella y su presidente, Juan Guaidó, como gobernante interino, conduzcan una transición por etapas hacia la democracia. En pocas palabras, les propone a estos y a los venezolanos, hagamos el milagro de destronar a un Estado criminal por las vías constitucionales.
Los países europeos, formantes del llamado Grupo Internacional de Contacto, entre tanto se ocupan de ralentizar el esfuerzo del Grupo de Lima; que al menos implica el cese de la usurpación de Maduro como paso previo, hasta que se organicen unas elecciones libres y justas. Y el presidente electo de Panamá, Laurentino Cortizo, abre fuegos contra el último grupo y se sincroniza con su copartidario ideológico, el canciller español Josep Borrell, animador del primero.
La realidad de Venezuela, para estos, sería muy diferente. No más la del crimen organizado que secuestra a un Estado para blindarse en su impunidad o la de un pueblo víctima de la hambruna y la violencia o de una diáspora que frisa 3.600.000 venezolanos.
Se trataría de dos fuerzas políticas que se oponen y excluyen y que, en suma, requieren solo de entenderse, de favorecer otro milagro, a saber, lograr un sincretismo de laboratorio entre el mal absoluto y la ética política a fin de restablecer los fueros de la democracia, cuando menos, las leyes de una vida decente.
No abundo sobre la perspectiva de la ONU, pues mira ella hacia los lados; tanto como lo hacen su actual secretario Antonio Guterres, la Alta Comisionada de Derechos Humanos, y la Corte Penal Internacional. Sus tiempos son otros, no los de quienes sufren tragedias humanitarias y demandan auxilios, como lo reconoce el penúltimo secretario de Naciones Unidas, Kofi Annan.
Este, en 2005, lo dijo sin ambages: “Nuestras declaraciones son palabras huecas. Si no pasamos a la acción, nuestras promesas son vanas. Los vecinos de las aldeas que se apiñan temerosos al oír el fragor de los bombardeos aéreos del gobierno o al ver aparecer a milicias asesinas no hallan consuelo en las palabras incumplidas de los Convenios de Ginebra, por no mencionar las solemnes promesas de “nunca más” que hizo la comunidad internacional cuando reflexionaba sobre los horrores de Ruanda hace un decenio”.
La comunidad internacional ha reclamado unidad a los venezolanos. Se la ha exigido a sus líderes, como condición para ayudarlos a salir del régimen que les oprime. Sin embargo, dispersa, atomizada, hoy se mira en el espejo retrovisor de las ideologías, lo que es peor, escruta sobre el mapa de sus intereses y de quienes la financian, antes de actuar. A la vez que se aprovechan de sus diarias contradicciones los laboratorios que contaminan las redes para sembrar la desesperanza.
Lo cierto es que todo ello conspira contra la convergencia de los venezolanos en el dolor. Está comprometiendo la viabilidad del Estatuto para la Transición hacia la Democracia, adoptado en febrero por el Parlamento.
Una comunidad internacional hecha rompecabezas, con discursos ambiguos o “amermelados” –diría un neogranadino– es útil a Maduro. Es funcional, quiéralo o no, a su Estado criminal, que avanza hacia la clausura del último reducto democrático que le queda al país, su Asamblea Nacional.
Solo falta que encarcelen a Guaidó y que la diáspora se multiplique, crezca todavía más y exponencialmente, comprometiendo la gobernabilidad de Colombia, que es su primer destino, la estabilidad económica regional, y la propia paz y seguridad en las Américas. Eso lo saben los presidentes Iván Duque, nuestro generoso vecino del occidente, como Jair Bolsonaro en el sur y Donald Trump en el norte, líderes estos de las dos potencias americanas más importantes.
Por lo pronto, tras la confusión y el desorden, la celestina noruega hace de las suyas, parte confites con los dialogantes de Oslo. No por azar es sede de los Premios Nobel, que demandan para alcanzarse de una peregrinación a la meca de La Habana. Si no que lo digan los ex presidentes Jimmy Carter y Barack Obama, o los ilustres colombianos Gabriel García Márquez y Juan Manuel Santos.
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