Fortunato J. González Cruz, meritorio catedrático venezolano, miembro de la Academia de Mérida, deja en nuestras manos su más reciente ensayo, escrito a profundidad: Ciudad y política, con un subtítulo que dice mucho y representa un desafío a la inteligencia, en un momento de fractura profunda, como la que se advierte, en las raíces de la cultura occidental.
No olvidemos que como hijos del Mundo Nuevo somos tributarios de estas. A lo largo de trescientos años penetran en nuestro cuerpo núbil de amerindios, por más autóctonos que pretendamos ser y declararnos después de 1812.
Fuera de nuestra “psicología de adanes” aún presente y además heredada, algo adicional queda en nosotros de la antigua Hispania que se nutre de lo griego, no solo de lo romano; y tanto se nos traslada ese gen que, revisada nuestra historia colonial, puede constatarse que tenemos un concepto de la vida y un talante cultural propios, virtudes que nos afirman “no para sustituir la espontaneidad vital, sino para asegurarla”, como lo dice Ortega y Gasset.
El tránsito agonal, más que agonioso, que vivimos los occidentales arriesga hoy la pérdida de nuestro ethos, ya que junto a nuestro ingreso a la llamada cuarta revolución industrial, que acelera la globalización y derrumba las fronteras entre la materialidad y la virtualidad de lo digital, ahora sujeta, incluso, a la esencia biológica del planeta; al punto de romper paradigmas sobre el origen del hombre y su naturaleza. El efecto no podría resultar más devastador si, a tiempo, no le encontramos cauces u odres apropiados a la idea de la relatividad que se impone a todo trance y por obra de lo señalado.
He vuelto varias veces, en algunos escritos míos, sobre el lúcido debate que sostuvieran, en la Academia Católica de Baviera, Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger en 2004, sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal, recogido luego en un opúsculo que se hace célebre: Diálogo entre la razón y la fe. Aquel, señala la autosuficiencia del mismo Estado, hijo de la razón ilustrada, para resolver dentro de sí y por sí mismo, en el marco de la Constitución y de sus procedimientos, las contradicciones y deficiencias que le puedan aquejar a la sociedad. Este, por su parte, al destacar el quiebre ético, la pérdida de discernimiento entre lo bueno y lo malo de cara a los fenómenos de la globalización y del poder actual de la ciencia, que optan, ambas, por el citado relativismo, por el todo vale, reclama como tarea de las culturas y en contrapartida “un universal proceso de purificaciones en el que finalmente los valores y normas conocidos de alguna manera o barruntados por todos los hombres lleguen a recobrar una nueva capacidad de iluminación”.
González Cruz, también correspondiente de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de Venezuela y autor del libro El gobierno de la ciudad (2014), trabaja su escrito mirando hacia el porvenir, arbitrando el método de la vuelta a nuestros orígenes –apela a las enseñanzas de Aristóteles– y destaca lo que nos queda de sustantivo; lo que mal puede admitirse que desaparezca como experiencia de lo humano, como realidad primaria si se quiere, a saber, la de la ciudad.
Sin la ciudad muere la política y no es concebible la democracia. “La ciudad es una de las mejores obras del hombre y es y será sin duda su hábitat fundamental”, afirma el autor, tanto como podemos decir nosotros que el Estado que las reúne es un artificio medieval que despliega sus alas durante la modernidad y se debilita tras los desafíos del siglo XXI; cosa distinta, cabe advertirlo, de la ciudad-comunidad griega mal llamada ciudad-Estado, desconocido este para entonces y cuya naturaleza y teleología acaso se han perdido bajo los fueros del Leviatán. De allí su agonía.
De modo que, al considerar este texto fundamental de González Cruz, fácil es advertir lo que se sabe y se olvida, es decir, que “la ciudad consolida la familia como núcleo y les aporta a los humanos el lugar, espacio, territorio, hábitat o urbs para su desarrollo como especie, para fortalecer su dimensión genérica. A partir de entonces la ciudad es el lugar para asegurar su subsistencia, anidar sus afectos; comunicarse, desarrollar y darle asiento a la sociedad, y establecer el taller donde forja su cultura”.
En medio del tsunami que causa la anomia global y la realidad digital, que relaja las seguridades de todos y que mal pueden resolverse, por ser inédito e inevitable el fenómeno, dentro de los estrechos marcos de la razón objetiva y constitucional, cabe preguntar si ¿acaso no es predecible que los ex ciudadanos o huérfanos de la patria de bandera común –lo decimos con Miguel de Unamuno– busquen cobijo, entre tanto, en sus patrias de campanario? Las raíces del hogar, la ciudad, el municipio, sirven, en efecto, como asidero o punto de apoyo inestimable a quienes, con criterio aguzado, pretendan renovarse y participar como actores de la humanidad totalizante.
De cara a lo nuestro, no huelga observar que el orden constitucional que se nos impone en 1999, a partir de la felonía que es origen de la tragedia corriente, lo primero que hace es anular la autonomía del municipio. Destruye el acotamiento que nos da el perfil como nación. Es la ciudad, justamente, nuestra primera escuela de la libertad, antes de que formásemos provincias y nos diésemos la Constitución Federal de los Estados de Venezuela, en 1811.
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