El socialismo real (no sus falacias para atontar multitudes, que es lo que suele entenderse por socialismo) ha sido tan prolífico como tenaz en su producción simbólica. Es fácil comprobar que su incapacidad sistémica para crear riquezas, progreso y felicidad es inversamente proporcional a la laboriosidad y efectividad de su maquinaria de difusión, especialmente entrenada y dedicada a la manipulación, la mitificación, la demagogia las 24 horas del día. En otras palabras: el arte de la disfunción social. En esto es imposible ganarle. En todo lo demás, el socialismo es una fábrica de fiascos y lamentos.
Parece una broma que tanta gente aún viva cautiva, sin percatarse, de la telaraña de la izquierda radical, o simplemente de la izquierda. A sus corrientes hay que reconocerle el mérito, o el crimen de lesa humanidad, de convertir las más miserables falsedades en citados titulares, manuales seudoacadémicos, festivales de incultura popular, ideología, mitos, adoraciones laicas que van más allá del raciocinio, pero que terminan haciendo caer en sus estafas, una y otra vez, a media humanidad. Y a veces pareciera que a más.
Un ejemplo de esto es el Che Guevara. Su imagen y su muerte han sido utilizadas para enviar un mensaje publicitario totalmente distinto a lo que en realidad fue (y debería representar en el imaginario popular) este genocida argentino-cubano, que el 9 de octubre de 1967 fuera capturado y ejecutado por las Fuerzas Armadas de la República de Bolivia, luego de matar soldados de ese país (dato que suele obviarse) en su intentona de exportar el totalitarismo a Latinoamérica. Pretensión que entonces le impidieron (unas décadas después, el castrochavismo se disfrazó de elecciones y desangra la región).
Y ahí está el Che. El símbolo equívoco. Ese fatídico personaje, que invadió Bolivia con la misma impunidad con que antes había penetrado en el Congo, debe ser leído como un símbolo de la criminalidad, del fracaso, de la violación de los derechos humanos, las libertades y la democracia. Un producto del comunismo caribeño de mediados del pasado siglo, o lo que es decir, del castrismo. Sin embargo, desde hace medio siglo, gracias a la desinformación, el contubernio mediático y la debilidad humana hacia la idiotez, Guevara se ha convertido, en buena medida, en justamente lo contrario. Lo cual es un grave problema que, por su largo peregrinar, a veces se olvida, pero sigue ahí (como el dinosaurio de Monterroso).
Fidel Castro, a quien algunos analistas le consideran el responsable táctico de la muerte de Guevara, se encargó personalmente de convertirlo en un mártir para beneficio de la dictadura. En una fábula de la necesidad sempiterna de lucha del buen “revolucionario” contra el “imperialismo yanqui” opresor, del obrero contra la burguesía, del David socialista contra el Goliat capitalista, imperial. La vieja fórmula que no han dejado de aplicar los proyectos comunistas: desde la antigua URSS y los dinosaurios cubanos hasta el poschavismo y las artimañas de Podemos en España.
Paradójicamente, no hay hoy en día un imperio más poderoso y peligroso que el de los Castro y sus satélites en Latinoamérica. Tampoco hay sociedades más empobrecidas, amordazadas e ideológicamente aculturadas que las del llamado socialismo del siglo XXI: Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua. El mito del Che ha sido pieza clave en el andamiaje de estos regímenes de naturaleza populista, en los que jamás puede ausentarse el odio hacia las altas clases sociales y el sentimiento –más bien el resentimiento– antinorteamericano que movía los principales hilos de la ideología guevarista.
Era un odiador inexorable. Y no solo estaba convencido de la importancia de alimentar este sentimiento sino que se encargó de hacer proselitismo del odio como herramienta de lucha contra la libertad que simboliza el capitalismo. En la revista Tricontinental (de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina, fundada en La Habana en 1966) el Che escribió en abril de 1967: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”.
Sin el menor pudor, incitando al terrorismo, declarándose abiertamente un fanático del terror como instrumento de imposición ideológica, continúa proponiendo Guevara en el mismo texto: “Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo”.
¿Cómo puede ser venerado un individuo que impulse estas ideas, que exteriorice pasiones tan bajas y propósitos tan mezquinos? Muerte, sedición, pánico, venganza, violencia, enemigos son algunas de las obsesiones que definen la personalidad de Guevara. Un currículo bastante oscuro y repulsivo.
Sin embargo, su leyenda, llena de sangre pero barnizada de alegatos ideológicos tanto por las viejas como por las nuevas izquierdas, nos sigue ocasionando los mismos problemas desde hace 50 años. No son pocos los que todavía le ven como una especie de mesías revolucionario, un rebelde, un aventurero, un defensor de los desprotegidos, un amante de la paz. Menudo destino simbólico para alguien que fue un resentido social. Un criminal con sotana cabalgando entre los movimientos de liberación del siglo XX.
Un asesino que arrojó al paredón a tantos cubanos, sin siquiera enjuiciarlos, por sencillamente oponerse a la implantación en la isla del modelo comunista que lamentablemente allí perdura. Y luego, disfrazando de internacionalismo proletario su apetito de sangre y poder, fue el causante de no pocas muertes en África y Latinoamérica, donde no tuvo éxito.
Cuando Castro logró apoderarse de Cuba, Guevara, comunista convencido de las herramientas del terror y el escarmiento, fue uno de los protagonistas de la cruzada del castrismo contra los disidentes políticos. La pena de muerte era su mejor aliado. La solución a la más mínima disconformidad. No en balde le llegaron a llamar “el Carnicero de la Cabaña”, en alusión a la fortaleza militar habanera que tuviera a su cargo y donde se encarcelaron, torturaron y fusilaron a miles de inocentes.
En una de sus intervenciones en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, el 11 de diciembre de 1964, dejó testimonio de los homicidios cometidos por la Revolución cubana: “Nosotros tenemos que decir aquí lo que es una verdad conocida, que la hemos expresado siempre ante el mundo: fusilamientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte. Nosotros sabemos cuál sería el resultado de una batalla perdida y también tienen que saber los gusanos cuál es el resultado de la batalla perdida hoy en Cuba”. Este discurso quedó grabado y puede consultarse en Internet.
Vale acotar que las víctimas del Che (como en general ocurre con los millones de muertos del comunismo) suelen ser menos importantes que las del fascismo, incluso siendo muchas más y durante todo un siglo. Otro mérito, otro crimen contra la humanidad, de las izquierdas.
Por estos días, cuando se han cumplido 50 años de su muerte, junto a las inmerecidas y psiquiátricas alabanzas que le han dedicado a Guevara sus aduladores, sus fanáticos, sus inocentes aprendices y –no podían faltar– los dictadores del siglo XXI, como el boliviano Evo Morales, han recorrido las redes sociales frases que desnudan el pensamiento racista del guerrillero, su desprecio hacia los indígenas latinoamericanos, los negros, los homosexuales, su machismo, el asesino, el dictador detrás de las fotografías.
Quienes comprenden la verdadera naturaleza de la Revolución cubana y sus gérmenes desparramados en los abismos de la izquierda pueden entender fácilmente quién realmente fue este verdugo de la libertad, la democracia, la justicia social, la paz y de todo el que no estuviera de acuerdo con la ideología comunista.
Un símbolo del crimen. Esa es su etiqueta. Y solo así debemos juzgarle.
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