Los ataques a la democracia, generados desde dentro del propio sistema, parecen estar tomando fuerza. En casi todos los casos, el pretexto ‒a veces verídico‒ es que el sistema de libertades políticas no se traduce en logros básicos para las mayorías. Ejemplos hay ya bastantes, algunos de ellos dramáticos para la humanidad (el nazismo) y otros que nos tocan directamente a nosotros, los venezolanos, como lo estamos comprobando no solo en estos días sino a través del ya prolongado desmantelamiento del sistema democrático.
El fenómeno no se limita a países de mediano o escaso desarrollo, sino que afecta o ha afectado a algunas de las sociedades más “cultas” como fue el caso del ascenso de Hitler a la dirección de Alemania como canciller en enero de 1933, valiéndose precisamente de los mecanismos y garantías que daba la Constitución de Weimar de 1919. Lo que siguió no lo repetiremos aquí. Lo que sí hay que lamentar es que a pocas décadas de aquella tragedia existan nuevos brotes extremistas (con distinto disfraz) en sociedades con alto desarrollo político como es el caso de Francia donde Marine Le Pen tiene alguna posibilidad de alcanzar la jefatura del Estado en las elecciones de mañana 23 domingo, o lo ocurrido hace apenas semanas en Holanda donde un extremista –afortunadamente derrotado‒ ( Geert Wilders) tuvo también opción o el caso de Austria donde el filo-nazi Norbert Hofer ganó las elecciones presidenciales de 2016 que posteriormente fueron anuladas por el Poder Judicial de ese país.
En sociedades de mediano desarrollo donde existen mayores razones para vociferar las frustraciones económicas que afectan a las mayorías, la tendencia hacia el autoritarismo disfrazado con ropaje institucional y/o democrático parece haber ganado terreno. Bastante de eso sabemos nosotros los venezolanos, como también les aconteció a los peruanos con Fujimori, a los nicaragüenses con Ortega, etc. En el caso de Cuba esto no se aplica porque allí ni llegaron al poder, ni lo mantienen democráticamente ni menos aún pretenden disfrazarse como democracia.
El último golpe acaba de ocurrir hace una semana en Turquía donde el líder autoritario –Erdogan‒ ha venido acumulando poderes a través del ejercicio de importantes cargos de elección popular, como el de alcalde de Estambul, primer ministro y desde 2014 presidente de la República. En el referéndum llevado a cabo el pasado 16 de abril el mencionado señor consiguió imponer, por vía de elecciones y sin una mayoría muy determinante, una Constitución hecha a su medida que –como es de suponer‒ concentra en el jefe del Estado y del gobierno la gran mayoría del poder, luego de la abolición del cargo de primer ministro, hasta ahora existente, y otros mecanismos de concentración del poder. Ello ocurrió como corolario de un fallido golpe militar del pasado año que dio lugar al proceso de cambio constitucional planificado y llevado a cabo dentro del marco “democrático” que le sirve como justificación jurídica y política para limitar precisamente la democracia y las libertades. Ni más ni menos que lo que hizo Chávez en Venezuela. Por eso el título de este artículo.
Así como cada país tiene sus condiciones y unicidad especial, Turquía también tiene la suya en aspectos cuya interacción con su región y el mundo pueden tener importante incidencia.
Turquía vivió en 1923 la proclamación de la República como consecuencia del colapso del imperio otomano que había sido gran potencia mundial por siglos. Su fundador Ataturk –héroe nacional‒ fue un presidente autoritario y seguramente de no haber sido así no hubiera podido conducir el país hacia buen puerto. De allí en adelante los vaivenes entre autoritarismo, dictadura militar y democracia han sido la constante turca con las consecuencias que cada giro ha venido desatando en el escenario regional y mundial, dada la excepcional situación geográfica, demográfica y política de ese país.
En primer lugar, percibimos que Turquía, hasta ahora aliada medianamente confiable de Estados Unidos (miembro de la OTAN, bases misilísticas estadounidenses, etc.), se acerca a Rusia como consecuencia de la difícil lucha contra Isis en la que occidente y Rusia han asumido posiciones discordantes, particularmente en cuanto a la situación siria. En segundo lugar, se agudiza la confusa situación de la minoría kurda asentada en las fronteras con Irak y otras áreas que ven en la disputa contra Isis la oportunidad de reivindicar sus propias aspiraciones de autonomía siendo, como en efecto ocurre, que una de las mayores batallas contra el Estado Islámico se libra en Mosul (Irak) donde los kurdos son mayoría. En cuarto lugar están las tensiones –fomentadas por Erdogan‒ generadas por los turcos en Europa (principalmente en Alemania donde residen importantes contingentes). En quinto lugar cabe avizorar que con el actual desarrollo de los hechos estará quedando sepultada la negociación –ya muy prolongada‒ con la Unión Europea a la que Turquía aspiraba a ingresar. En sexto lugar puede uno suponer que un giro más hacia el islamismo (aunque no fundamentalista) pueda resentir las relaciones con Estados Unidos y con Israel originando mayores desequilibrios en el Medio Oriente que ya tiene suficientes.
Usted, lector, que este sábado aún debe estar reflexionando acerca de los lamentables hechos que jalonaron el panorama político venezolano durante la semana que termina bien pudiera preguntarse por qué hoy abordamos una reflexión sobre asuntos que lucen tan lejanos. La respuesta es que en el mundo de hoy de la “Aldea Global” nada es ni lejano ni ajeno, como lo demuestra la conexión o similitud entre episodios que ocurren en la puerta de su casa y los que se escenifican en otras partes del mundo. Por eso es que hay que pensar a escala global y no parroquial sin que por ello apartemos nuestra preocupación de la cola necesaria para conseguir el alimento diario.