Las dos más grandes obras alcanzadas por la Venezuela independiente en sus dos siglos de historia fueron la democracia liberal lograda tras el Pacto de Puntofijo firmado por Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera en Nueva York, en 1957, y la creación prácticamente ex nihilo de una generación de expertos y tecnócratas de excepcional nivel que bajo el imperativo profesional y moral de la llamada meritocracia hicieran de una industria estatal venezolana la empresa más poderosa y productiva de América Latina: Pdvsa. Y de una economía lastrada de vicios y taras mercantilistas, que en los fines de la democracia disponía de un poder económico que dirigida por sus mejores gerentes hubiera podido situarnos, antes de fin del siglo, en el primer lugar del desarrollo en América Latina. Visto desde esta devastación y deterioro moral, en rigor: visto desde la implacable destrucción de Venezuela, ambos logros parecieran milagrosos. Casi tan milagrosos como el poder devastador que pudo arrasar con ellos en unos pocos años.
Nunca es ocioso repetirlo, pues cuando todo ello ocurrió la actual dirigencia nacional ni siquiera había nacido. Venezuela comenzó su hundimiento final y definitivo tras una grave y mortal automutilación el 4 de febrero de 1992, cuando el actual presidente interino no culminaba aún su educación primaria. Y muchos de sus asesores no habían nacido. ¿Cómo hacerles presente el orgullo que sintieron los venezolanos que, gracias al esfuerzo de unas extraordinarias generaciones, salieron de un país depauperado y polvoriento, analfabeta, semisalvaje y bárbaro, con tan solo dos o tres universidades y carente de los más elementales símbolos de la modernidad, como la electrificación y una red nacional de carreteras que unieran al extenso país de un extremo al otro, para adentrarse en una Venezuela con decenas y decenas de universidades y establecimientos educacionales, un Estado de Bienestar como ninguno otro en América Latina y una prosperidad que lo convirtió en el principal polo de atracción para las poblaciones europeas que huían de los desastres de la guerra y el odio religioso e interracial.
No suele hacerse mención de la incalculable pérdida civilizatoria y cultural que supone la práctica extinción de esas generaciones que llevaron a cabo la proeza y la aventura de la modernización de Venezuela. La perdida batalla en defensa de nuestra democracia –el hecho más notable del siglo XX venezolano– y la irrupción de la barbarie, la destrucción de la civilidad y el asentamiento del militarismo y el paramilitarismo como principales vectores de integración nacional, no parecen estar en la consideración de una intelectualidad extraviada en su desconcierto, su desorientación y la dilacerante sensación de fracaso que debe lastrar a todos aquellos que aún no han perdido la capacidad de reflexión y pensamiento. No exagero ni presumo de nada si afirmo que Venezuela perdió su clase política y su élite intelectual, para sobrevivir en el mercado del abuso, el atropello y la usurpación. Si alguna vez fuimos un país portátil, hoy somos una ruina anclada.
De esa Venezuela ilustre sobreviven pocos, muy pocos representantes. La estampida emigratoria fue antecedida por una práctica estampida de la dirigencia política. Y en un acto de cobardía sin igual, el terreno de la acción política fue cedida a quienes aún no culminaban sus estudios universitarios. De un manotazo, el más bárbaro de los invasores sacó del escenario a quienes llevaban medio siglo dirigiendo al país. De manera que en Venezuela no ha habido lo que las ciencias sociales y políticas llaman un “relevo generacional”. Ha habido un inocente acto de usurpación de recién llegados que asaltaron un terreno baldío y hasta llegaron, sin ningún aprendizaje previo ni acumulación de experiencias, a los más altos cargos de representación pública. De entre los sobrevivientes, algunos capataces de los viejos partidos que hoy ofician de gurúes y dictaminan quiénes sirven y quiénes no sirven, quiénes deben ser ascendidos y empoderados y quiénes deben ser vetados a cualquier precio. No porque no sirvan, sino precisamente por todo lo contrario: por servir demasiado. Y con sus brillantes ejecutorias poner al desnudo la ominosa desnudez de los llamados nuevos liderazgos.
No es ninguna casualidad que en este reacomodo territorial los mejores de entre los “viejos” cuadros hayan sido apartados, desterrados, encarcelados o, cuando menos, postergados. Dejando con vida a los más resabiados de los viejos capataces de la política clientelar, estatólatra y populista de la llamada cuarta república. Es una insólita contradicción que ese liderazgo emergente, nacido a la acción pública en la primera década del siglo XXI, carente de la más elemental experiencia política y sin mayor cultura, se deje llevar de la mano por los capataces de la vieja hacienda política venezolana para sellar un compromiso de transición que he dado en llamar “sexta república”. Un acuerdo espurio y soterrado entre los factores dirigenciales de la cuarta con la quinta república, que siguiendo el modelo gatopardiano “cambia todo para no cambiar nada”. Y que culmina en el práctico amancebamiento de la tiranía con la llamada democracia interina. Dos gobiernos alternativos de signo ideológico-político absolutamente contrarios y antagónicos funcionando en paralelo, en un caso de concubinato jamás antes visto en el mundo.
Tan extraño cuerpo bicefálico no podría funcionar sin un elemento articulador, una suerte de bisagra que le inyecte sabia nueva al cuerpo viejo y engrase los gastados mecanismos del funcionamiento estatal. Es el papel que cumple la vieja dirigencia de la anteriormente llamada Mesa de Unidad Democrática, administradora, dueña y señora de los nuevos cargos públicos ante una presidencia interina sin gobierno ni fecha en el calendario. Este gobierno sin gobierno que nombra embajadores pero se niega a nombrar un canciller, nombra empleados de la industria petrolera pero no nombra ni a un ministro de Energía ni a un presidente de Pdvsa. Y que se cuida de decretar nada que pueda herir verdaderamente la existencia de su siamés, el gobierno paralelo supuestamente usurpador del dictador Maduro.
Es obvio que en un gobierno de tan extrañas características, un embajador en la ONU de la capacidad, la experticia y la autoridad de Diego Arria, incapaz de servirle a dos amos y atender a dos señores o servir de portavoz a un siamés de tan sorprendentes atributos hermafrodíticos, estorba y constituye un alarmante riesgo de crisis dentro de la crisis. La sola designación y la correspondiente aceptación del cargo rompería las reglas del estrambótico juego político nacional y haría saltar por los aires a esta alianza transicional de tan aberrante naturaleza.
Diego Arria no será embajador en la ONU. Como Maduro no saldrá violentamente del cargo, si es que algún día sale. Habrá elecciones, y él participará en ellas a pedido y por encargo de algún gurú de estos extraños tiempos. Venezuela seguirá siendo la excepción a la regla. Un monstruo bicéfalo. Un oxímoron. Es nuestra tragedia. Que Dios nos agarre confesados.