Estás entre Soledad, que nació en 1943, y yo, que nací en 1939: somos coetáneos. Aunque separados por dos mundos que vivieron incomunicados por los siglos de los siglos. Por culpa de Alejandro VI, que decidiera dividir el Nuevo Mundo en un gran pedazo para España –nosotros– y el extremo oriental del continente para Portugal –ustedes. Un Brasil demasiado inmenso, demasiado rico, demasiado complejo como para que sus habitantes se asomaran al mundo circundante y nos acompañaran en nuestros sufrimientos y nuestras alegrías. Así algunos de nuestros países compartan fronteras, cariño y admiración por el tuyo.
Hemos vivido cinco siglos de separación. El idioma ha sido un obstáculo. La música, para nuestra inmensa fortuna, un puente siempre transitado. Y así, como no se entiende a Soledad sin la cultura brasileña, cuyas canciones, incluso las tuyas, ha interpretado y versionado como posiblemente ninguna otra intérprete hispanoamericana, así has interpretado y versionado tú a nuestros grandes compositores. De modo que saltando por sobre nuestras fronteras idiomáticas y nuestras introversiones, hemos llegado a convivir en un anhelo de hermandad que el exilio y el destierro han venido a fortalecer. Pues la pesadilla de las dictaduras –todas– las de izquierda y las de derecha, que al fín y al cabo todas son pesadillescas: la cubana, que lleva sesenta años de tiránicas pesadillas, la venezolana, que pronto cumplirá los veinte de abusos y expolios, y las que ustedes vivieran y temes se reencarne en la figura de Jair Bolsonaro, a cuya campaña de descrédito y difamación te has sumado. Bien escogido y respaldado, naturalmente, por The New York Times, que, obviamente, no le dará espacio a esta controversia.
Me sorprende la absoluta liviandad y la aparente indiferencia con que te refieres a la trágica pesadilla que llevamos dieciocho años sufriendo los venezolanos. Lo haces solo en un aparte, referencia sesgada de lo que podría traer consigo un lulismo establecido sin cortapisas, dejado a su aire y pronto a profundizar las fuertes relaciones que Lula, Dilma y toda la aristocracia del PT tuviera y tiene con el régimen tiránico cubano. Pues no te debe ser desconocido el papel jugado por la íntima y estrecha alianza Lula-Fidel Castro al montar el Foro de Sao Paulo con la intención de llevar a cabo el proyecto imperial del castro-comunismo cubano. Ni la influencia ideológica determinante de agentes del G2 cubano a la vera de Lula da Silva, como mi amigo y ex compañero de ideología y de partido, tanto en Chile como en Francia, Marco Aurelio García, correo del MIR chileno con la Secretaría América, de Barbaroja Piñera y Marta Harneker. Y correa de transmisión luego entre Planalto y Miraflores. Las FARC y el ELN. Y el papel desempeñado por esa suerte de IV Internacional financiada con billones de dólares arrancados a los estómagos del pueblo venezolano para conquistar el Ecuador, con Rafael Correa; Bolivia, con Evo Morales; Argentina, con Néstor y Cristina Kirchner; Uruguay, con Pepe Mujica; Honduras, con Zelaya, y así hasta apoderarse de la Secretaría General de la OEA instalando en Washington al socialista José Miguel Insulza. Debo asegurarte que Chávez no se hubiera entronizado hasta morir y dejar a cargo a un agente del G2 cubano, como Nicolás Maduro, sin el respaldo y auxilio del aparato diplomático de Lula. De modo que lleva una alta responsabilidad en nuestra brutal tragedia. Razón más que suficiente como para ver con beneplácito su encarcelamiento.
No puedo imaginar que toda esta historia te sea desconocida. Que no sepas que el teniente coronel golpista Hugo Chávez asaltó el poder de Venezuela, luego de un sangriento golpe de Estado, asesorado por Fidel Castro, para adueñarse de la principal empresa petrolera del hemisferio y una de las más poderosas del planeta y malversar sus fondos para emprender el proyecto de conquista continental del castro-comunismo. A ti, un hombre culto con quien disfrutara intercambiando pareceres sobre Theodor Adorno y la Teoría crítica cuando visitaras Venezuela y me aseguraras, cuando ya se avizoraba la victoria de Lula da Silva, que ello sería un grave error que le traería muchas penurias al Brasil, dicho casi en los términos en que ahora te refieres a Bolsonaro. La izquierda, me dijiste entonces palabras más palabras menos, y me pareció altamente juicioso, no debe estar en el gobierno: debe ser el alma y el corazón de toda oposición. Y resguardar la pureza y la integridad de las democracias. ¿Lo olvidaste? Porque ni Lula, ni Dilma, ni Haddad son niños de pecho carentes de todo anhelo totalitario.
Fue en mayo de 2003 que viniste a Venezuela contratado por el Ateneo de Caracas –cerrado por órdenes de la dictadura– para actuar en el hermoso Teatro Teresa Carreño, convertido en el principal foro político de la dictadura, desde luego vetado para artistas como Soledad, y cuando la tiranía aún no asomaba las garras. Fue en torno a esas fechas que la dirección de la llamada revolución bolivariana pasó a manos de Fidel Castro y los resquicios de libertad que sobrevivían fueron someramente liquidados. La cultura pasó a manos de los grupos políticos más incultos de Venezuela: los cuarteles. Dejamos de ser “un rico país petrolero con altos índices de criminalidad”, como reportaron algunos medios extranjeros al comentar el asalto, secuestro y robo de tus equipos por el hampa caraqueña, para convertirse directamente en una satrapía desalmada, con un índice de criminalidad de los más altos del mundo, y sin duda el más alto del mundo en criminalidad de Estado y corrupción gubernativa y donde, a pesar del ingreso de billones de dólares anuales, comenzó a gestarse la que llegaría a ser la crisis humanitaria más grave sufrida por nación latinoamericana alguna en toda su historia.
Lula, seguramente apoyado financieramente por Chávez antes que por Odebrecht, tuvo el tupé de afirmar ante un grupo de empresarios e inversionistas alemanes en Hamburgo que el gobierno de Chávez era el mejor gobierno que había tenido Venezuela en toda su historia. Quisiera que vinieras a caminar por estas calles que en esa visita no conocieras, suficientemente protegido por un cuerpo de guardaespaldas, a comprobar in situ lo que esas palabras verdaderamente significan: crisis humanitaria. Y no en cualquier país, sino en el país otrora más rico de América Latina, con el producto interno bruto y el ingreso per cápita más altos de la región, en nuestro hemisferio solo superado por Estados Unidos y Canadá.
El Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha comprobado que los amigos venezolanos de Lula se han robado 300.000 millones de dólares. Y todo ello sucedió como en el despliegue de una pesadilla de una noche de verano. Fue el camino que siguieron los Kirchner, en Argentina; Ortega en Nicaragua y también Lula y sus amigos en el Brasil. Incluso Michelle Bachelet en Chile. El mundo se cansó. ¿No es lógico, en tales circunstancias, que la indignación y el temor afecten las tendencias políticas de los brasileños y que al margen de los reclamos del progresismo del The New York Times, The Economic, El País y otros medios internacionales, decidan apoyar a quien asume el rol del vengador errante, tan valorado en el subconsciente latinoamericano? ¿Y en lugar de apostar sus vidas por la defensa del homosexualismo, el transgenerismo y otros usos de la modernidad detestados por Bolsonaro y seguramente por ese gigantesco porcentaje de brasileños que votarán por él decida llevarlo al poder?
Nada que le pueda suceder al Brasil es peor que una tiranía como la cubana, una satrapía al servicio de Cuba, como Venezuela, un desangramiento como el que le ocurre a la juventud nicaragüense bajo la dictadura de Daniel Ortega. Los horrores que hoy se viven en Venezuela no son juegos de niños en comparación con los sufrimientos que ustedes vivieron con la dictadura militar brasileña. De lo contrario, ¿cómo se explica que una asaltante de bancos como Dilma Rousseff llegara a la Presidencia de la República. En Venezuela, una joven luchadora por la libertad, María Corina Machado, acaba de ser asaltada, golpeada y gravemente herida por matones al servicio del régimen.
Vox populi, vox Dei, dice el viejo refrán. Dejemos el destino en manos del pueblo que, ciertamente, suele equivocarse. Pero si ya lo hizo equivocándose dos veces con Lula y dos veces con Dilma Rousseff, ¿por qué no habría de tener el derecho de equivocarse eligiendo este domingo a Bolsonaro? Bien dice el refrán venezolano: “Lo que es igual, no es trampa”. Alea iacta est. Las cartas están dadas.
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