A los que se fueron
Ya no era la de los techos rojos sino la de las torres y rascacielos, la de los ranchos y las invasiones, pero seguía siendo la seductora y encantadora capital del Caribe que fuera desde siempre. La que como las sirenas de Ulises aprisionaba a quienes se aventuraban por sus cercanías. Deslumbrante de sol, sonidos y destellos, tan viva que desafiaba al pasado y al presente, inquieta, inquietante. Ciudad de grandes pintores y escultores, de grandes arquitectos, músicos, intérpretes, museos, universidades, teatros y salas de espectáculos. Demoliendo y construyendo, trepándose a los cerros, extendiéndose por sus cuatro puntos cardinales. El panal de miel al que se abalanzaban dominicanos, colombianos, ecuatorianos, uruguayos, argentinos y chilenos, como décadas antes españoles, portugueses, italianos que huían de la miseria y la sangre de las guerras mundiales. Más se ganaba vendiendo helados en Caracas que intentando salir de la miseria en Haití.
Llegamos con mi amigo brasileño Marco Aurelio García, que ni siquiera se imaginaba que un día no tan lejano sería el principal asesor político de Luis Ignacio Lula da Silva, un joven sindicalista pernambucano que por entonces dudaba entre integrarse al minúsculo Partido Comunista brasileño o abría su propia franquicia política, un Partido Popular, invitados a debatir sobre Marx y el marxismo en una sociedad que parecía dudar entre seguir por la senda de la democracia social de mercado o arriesgarse a dar un salto al abismo del castrocomunismo. Faltaban veinticinco años para la felonía golpista, pero ya se había graduado quien había sido escogido por los dioses para caerle encima como un ciclón o un chacal a la ingenua sociedad venezolana y convertirla en los inimaginables despojos de un miserable rancherío tercermundista.
Quien tuviera la fortuna de pasearse en esos años sesenta y setenta por la Calle Real de Sabana Grande o visitar cualquiera de sus deslumbrantes centros comerciales podía comprobar que no era por azar que Air France había escogido Caracas como el único destino suramericano de sus Mirage supersónicos. Se podía venir de París o de Nueva York a concertar suculentos contratos y excelentes negocios por decenas, cientos e incluso miles de millones de dólares sin necesidad de perder el tiempo en largas travesías interoceánicas. Caracas bien valía un Mirage. Solo podía ser comparada con Riad, la capital de Arabia Saudita. De allí que a la Venezuela de la abundancia desbordante del primer Carlos Andrés Pérez se la llamara la Venezuela Saudita.
En cualquier CADA, incluso en cualquier Central Madeirense, se podían encontrar los mejores vinos y licores del mundo, los mejores quesos y jamones franceses y españoles, el mejor salmón ahumado. No solo whisky escocés de todas las marcas y todas las añadas, de malta o cebada: a quienes les gustara con soda podía comprarse sus botellas de Evian, Vichy francés o catalán o Pellegrini. Para disfrutarlo en Colinas de Bello Monte, Prados del Este, El Marqués, e incluso en Prado de María, como si estuviera en el Boulevard Raspail, en el Paseo Príncipe de Vergara o en Bond Street.
Caracas no era Nueva York. Pero tenía mejores y maravillosos restoranes. Un barrio entero de cocina española, La Candelaria. Excelentes restoranes de carnes y pescados, mariscos y pastas. Para las ricas y prósperas colonias españolas, italianas, portuguesas, argentinas y chilenas. Joyerías y relojerías de vitrinas centelleantes. Cartier, Rolex, Vacheron Constantin, Mont Blanc podían comprarse en cualquier relojería de barrio. Por ejemplo: en la avenida Miguel Ángel, de Bello Monte, frente a la cauchera y el frutero de la esquina. Pues la riqueza no se había atrincherado en la Lagunita: se la veía por doquier. Ni había sido secuestrada por el hampa y los sindicatos del crimen del terrorismo islámico, los bolichicos y el castrocomunismo cubano. La hoy siniestra y despreciada casta militar era respetada y contaba con gran prestigio. El honor era su divisa. Hasta en la carretera vieja a La Guaira se veían signos de modernidad: carros último modelo y antenas parabólicas. Abundaban las agencias de viajes. Pues llegados los meses de vacaciones un paseo a París, a Madrid o a Los Ángeles no era ningún sueño inalcanzable. Tanto que, adelantándose a los tiempos de bonanzas del resto del continente, a los venezolanos nos llamaban los “tá’ barato dame dos…”. Después nos robarían el epíteto los argentinos de Menem.
No lo cuento afectado por una súbita nostalgia mayamera. Que jamás lo fui y ya no lo seré. Lo cuento porque cuando descubrí este reino de las Mil y Una Noches, el país más feliz de la América española y posiblemente uno de los más felices e indocumentados del mundo, hace 42 años, y caía prendado para siempre de la seducción caribeña del Macondo venezolano, el diputado presidente interino de Venezuela Juan Guaidó no había nacido. Como los jóvenes Carlos Vecchio, actual embajador en Washington, y Leopoldo López, deus ex machina de la actual tragedia política, eran unos niñitos de pantalón corto. María Corina Machado era una zagala de 9 años. Y uno de los políticos más experimentados con los que contamos, Antonio Ledezma, no hacía muchos años que había alcanzado la mayoría de edad.
Esa Venezuela maravillosa, echada al traste por la traición y la mezquindad de políticos e intelectuales irresponsables, poseída como los demonios del evangelio en carrera libre hacia sus abismos, palpita en mi corazón y me ata a sus destinos, en eterno agradecimiento por toda la felicidad que me dispensó en los momentos más difíciles de mi exilio: la mujer de mi vida, los amigos de mi vida, los compañeros de mi vida.
Todo puede volver a ser lo que un día fuera. Son tan inagotables nuestras fuentes de riqueza, tan pródiga nuestra naturaleza, tan talentoso nuestro genio nacional, que Caracas está a la espera de volver a deslumbrar como en los días de nuestra primera cita y nuestro secreto enamoramiento. Ha sido testigo de la mejor parte de la mitad de mi vida. No descansaré hasta verla renacer de sus generosas cenizas.
@sangarccs