Era marzo de 1989, casi treinta años atrás, cuando una mañana a las 8:00 am, al ingresar yo al despacho del a la postre ministro del Fondo de Inversiones para rendirle cuenta como gerente de Inversiones del FIV, me topé con José Antonio Abreu haciendo antesala. Saludé como correspondía al recién designado ministro de la Cultura y me enteré de que venía a plantear sus necesidades de financiamiento internacional para las muchas obras de su despacho. Poco después del mediodía, de nuevo, lo encontré sentado en su misma silla en la espera de que terminaran la larga cola de “cuentas por presentar” de cada uno de los gerentes sectoriales de la institución. Fue a las 4:30 de la tarde de aquel día que mi ministro pudo sentar frente a sí a este hombre, ya enjuto, enflaquecido por la enfermedad que le roía las entrañas, pero que hacía gala de una de sus más valiosas condiciones: la tenacidad.

Así había sido José Antonio toda su vida. Un hombre de una constancia de propósito sin parangón, un ser que no vacilaba en hacer sacrificios heroicos y para quien el orgullo era un accesorio si se trataba de alcanzar un fin que considerara válido. Un individuo que, aun engalanado de posiciones destacadísimas, tenía de sí mismo una visión humilde. Una persona a quien nunca envileció título alguno ni sus ejecutorias de espectro planetario.

Más adelante me tocó percibirlo como gerente en ejercicio, cuando lo acompañé en la Junta Directiva de Teatro Teresa Carreño, una de las múltiples instituciones bajo su égida a las que dotó de total autonomía, operativa y presupuestaria, de manera de poder extraer lo máximo de quienes seleccionaba como sus colaboradores. Esa confianza ciega en los individuos que le reportaron a lo largo de su fértil carrera, de allí en adelante, era otra de las virtudes que destacaban en la actuación del Maestro convertido en gerente. Fue así como este hombre consiguió estructurar la descentralización de la cultura en Venezuela y asignarle y exigirle responsabilidades a cada uno de quienes lo acompañaron durante el ejercicio de su ministerio: museos, teatros y Sistema Nacional Orquestas.

Pero la más demostrativa de su capacidad infinita de confiar en los individuos y en sus manifestaciones fue la conformación de un sistema de orquestas basado en las destrezas musicales de los niños. Nada más exigente como tarea que convertir a un infante en un virtuoso. Allí intervienen una mezcla de rigurosidad en la selección y confianza en la dedicación individual. José Antonio tuvo la capacidad de detectar el talento de quienes serían sus repetidores en cada pueblo y ciudad del interior del país y así formó una red de 440 núcleos de acción musical. Hoy sus ejecutorias se han exhibido en el planeta entero y se cuentan por cientos de miles los niños en quienes Abreu sembró la aspiración de estar entre los mejores con un instrumento entre sus manos.

Quien lo vio con mucha sabiduría fue Álvaro Uribe, que en torno al magno proyecto de Abreu dijo la frase que mejor presenta su legado a la paz: Un niño que toma un arco de violín nunca empuñará un fusil.

Salve Maestro, tenemos todos el compromiso de mantener la autonomía de su obra.


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