El festival Centroamérica Cuenta se clausuró en San José, la capital de Costa Rica, con un concierto mano a mano en el que subieron al escenario Luis Enrique Mejía Godoy, el tío, y Luis Enrique Mejía López, el sobrino, conocido por su nombre de guerra Luis Enrique “el Salsero”. En el auditorio abarrotado la gente coreaba con entusiasmo las canciones del repertorio, y en un momento culminante del programa ambos interpretaron a dúo “El cristo de Palacagüina”, una canción emblemática de los tiempos de la revolución sandinista, compuesta por el hermano y tío de los dos artistas, Carlos Mejía Godoy.
En una de sus estrofas más inspiradas, y que es su clímax, la canción dice que María sueña a su hijo convertido en carpintero, como José su padre, pero el niño más bien piensa “mañana quiero ser guerrillero”.
Desde atrás, un joven nicaragüense exiliado, de entre los muchos que hay allí esa noche agitando las banderas azul y blanco, con el escudo de armas al revés en señal de penitencia, alza su voz para corregir la letra: “¡Mañana quiere ser ingeniero!”. Y su reclamo recibe sonoros aplausos que se alzan entre los que premian a los cantantes.
Hay un mar de fondo en esa enmienda gritada a voz en cuello. Para la generación de los abuelos de este muchacho, la lucha guerrillera fue vista como una incuestionable necesidad, basada en la convicción de que para derrocar la tiranía de la familia Somoza era imprescindible empuñar las armas, irse a la montaña, entrar en la clandestinidad, pasar a una vida anónima de sacrificios y penurias, y de peligros constantes, el primero de ellos la muerte.
En tiempos de soledad, cuando el apostolado de la guerrilla no correspondía a muchos, sino a los escogidos, se daba el ejemplo ético con la propia vida en una lucha que nunca se concebía a corto plazo; la hora del triunfo sonaría mucho después, y la verían otros, cuya conducta estaría determinada por el ejemplo recibido de quienes se habían sacrificado para que llegara aquel momento luminoso, situado en un futuro lejano e impreciso.
Desde las catacumbas de la clandestinidad, igual que los primeros cristianos, el advenimiento del reino no estaba en duda, pero se trataba de una utopía sin tiempo. Tratar de acelerarla era desviarse de la ruta trazada por la historia, caer en el cortoplacismo, uno de los pecados capitales contra el fervor ideológico.
La ambición pura de convertirse en guerrillero como destino moral, renunciando a las pompas mundanas, emparentaba al cristianismo primitivo con la militancia clandestina, pues aquel también demandaba sacrificio sin esperanza en esta vida, sino en una futura, que se hallaba fuera de los límites de la realidad, colocada más allá de la propia muerte. La patria celestial aquí era la patria libre del imperialismo, del dominio oligárquico, de la explotación y el vasallaje. La patria socialista.
Ahora la consigna “¡Patria libre o morir!”, una escogencia sin colores intermedios, que se pronunciaba desde la convicción solitaria, se ha transformado en “¡Patria libre y vivir!”. Aquella copiaba la de ¡Patria o muerte, venceremos!” con la que Fidel Castro, desde el poder, cerraba sus discursos en la tribuna, y, en los peores momentos, alzaba como escudo el ejemplo de Numancia: frente al cerco enemigo, mejor muertos que esclavos.
Pero la generación del muchacho exiliado que corrige desde atrás del auditorio la canción, ya lo vio todo. Vio la utopía deformarse en un proyecto de poder que terminó pareciéndose en nada a la que, desde su pureza cerrada, en la inocencia de la historia, soñaban aquellos otros jóvenes como el poeta Leonel Rugama, quien, rodeado en una casa de seguridad en Managua por los soldados de Somoza, armados hasta los dientes, ante la exigencia de rendirse había gritado: “¡Qué se rinda tu madre!” antes de ser acribillado a tiros.
Ese grito de victoria en la muerte fue convertido en consigna de lucha por el sandinismo, y los jóvenes que se alzaron en rebelión en abril de 2018 lo adaptaron, sin reformarlo. No rendirse. Desarmados, pero nunca rendirse. Ahora no se trata de un reino lejano en la bruma de la historia, sino de cosas palpables e inmediatas, donde el corto plazo se vuelve imprescindible: libertad, justicia, democracia. Si vamos más atrás, era la consigna del propio Sandino: “Patria y libertad”.
Un futuro que se puede contemplar de cerca. Por eso ingeniero, no guerrillero. Un sistema abierto que se pueda construir con base en elementos concretos, y que resuelva con eficacia el viejo asunto del atraso mediante la multiplicación de las oportunidades, empezando por la educación.
Cuando uno habla con estos jóvenes que resisten en Nicaragua, o que se han visto forzados al exilio, encuentra este trasfondo de madurez. Se han hecho cargo del futuro y tienen un proyecto de futuro que no pasa por la confrontación violenta. Repetir los horrores de una guerra civil para dilucidar el poder no está contemplado entre sus opciones. Y tampoco es opción para nadie.
Y con esto le abren al país la posibilidad, rara en su historia, de lograr un cambio profundo sin más violencia, por difícil que parezca ahora. En las luchas armadas hay siempre un líder triunfante que, al llegar al poder por medio de los fusiles, querrá quedarse en el poder por la fuerza de los fusiles.
Una transición democrática, en cambio, ofrece la oportunidad de construir instituciones, y sobre esas instituciones asentar los nuevos liderazgos. Gobernantes electos sin posibilidad de reelegirse, que no devengan en caudillos para siempre ni puedan imponer regímenes familiares. Romper con la vieja tradición que nos ha sumido en la oscuridad de la abyección y la arbitrariedad. Llegar a tener un país de leyes que se cumplen.
Es la visión de los jóvenes. Y no hay que olvidar que se trata de un país donde 70% de la población tiene menos de 30 años.
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