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Caminos de la diáspora

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Si algo cuesta explicar al mundo es el sufrimiento y dolor de los habitantes de un país rico, entre los más ricos del mundo, que ha devenido en un infierno de miseria tal que los caminos de sus fronteras están repletos de una estampida de gente que huye desesperada por la impronta desgraciadamente llamada bolivariana que los gerifaltes rojos han dejado en nuestra Venezuela.

Los caminos colombianos son testigos de millares de seres humanos que buscan desesperadamente encontrarse de nuevo con un futuro, pues en sus hogares venezolanos ya se ha perdido el presente; son hogares donde solo reina la desilusión, la desesperanza y la miseria.

Hemos escuchado historias de muchos de estos peregrinos, muchos, que solo con la ilusión de encontrar el futuro perdido se llenan de insospechadas energías y sin más combustible que sus propias fuerzas van rompiéndose los pies contra el duro y caliente piso de las carreteras que salen de Cúcuta para Bucaramanga, Ocaña  y otros tantos destinos en nuestra patria hermana.

Historias que quiebran hasta lo más profundo y hacen hervir la sangre al preguntarnos por qué hemos de pasar por este horrible episodio si nuestro país sigue siendo ese que tiene las mayores reservas de petróleo y los minerales más codiciados; ese de los campos y llanos para producir alimentos en abundancia; ese de las bellezas naturales que son un gran atractivo para el turismo, con ríos tan imponentes que nos permiten generar energía barata; ese mismo país que quema el gas natural que otros requieren y compran. ¿Por qué si somos venezolanos no podemos disfrutar de todas esas bendiciones?

¿Será posible que se desatara una maldición sobre nuestro pueblo?

Las historias nos van marcando y cual brújula nos permiten ver las rutas que culminan en puertos tormentosos. Nada más claro que apartarse de esas engañosas promesas que escupían las mentiras en boca de los corruptos gerifaltes para evitar el abismo de la miseria colectiva. El socialismo del siglo XXI no es más que una licencia para robar a su pueblo de todo, de su bienestar, su dignidad, su presente y, peor aún, su futuro.

La historia más conmovedora la relató un joven profesor universitario venezolano, ahora residenciado en Bogotá. Contó con lágrimas en sus ojos cómo, mientras recibía los servicios de un limpiabotas, este le decía que el día anterior pasaron dos niños famélicos pidiendo limosna o comida por su humilde puesto y tal era su aspecto que él, un humilde limpiabotas, se sacó del bolsillo 2.000 pesos para que estas criaturas saciaran algo su hambre. Casi que una heroica limosna de un menesteroso a otro en mayor desgracia.

Solo cabe preguntarse si el nombre de nuestro Libertador debe estar abusivamente asociado a esta destrucción de una nación, nuestra Venezuela.

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