Primero lo esencial: condolencias y solidaridad para las víctimas y los afectados del sismo del martes. Tuve la suerte de no encontrarme en México ni en 1985 ni el 19 de septiembre de 2017, pero demasiados familiares y amigos sí se hallaban en la Ciudad de México, nuevamente golpeada por la naturaleza. Quisiera tener algo más que decir al respecto, pero como no es el caso, debo centrarme en esta breve entrega en lo que el mundo atestiguó el martes en la mañana en las Naciones Unidas en Nueva York.
Donald Trump pronunció un discurso insólito en la historia de la ONU y de las intervenciones de los presidentes norteamericanos en el recinto emblemático. Desde 1947, Estados Unidos habla en segundo lugar, después de Brasil. Y, con gran frecuencia, es el primer mandatario estadounidense quien habla en nombre de su país. No es siempre el caso; en nombre de México hablará Luis Videgaray, como lo hicimos mi padre y yo hace muchos años. Siempre los ocupantes de la Casa Blanca se habían cuidado de utilizar la tribuna para fines políticos propios, o para atacar a gobiernos de otros países de manera frontal. No todos: Reagan habló del imperio del mal, Bush (h) del eje del mal, y en los peores momentos de la Guerra Fría, tanto Khruschev como Fidel Castro amenazaron con enterrar a Estados Unidos o acabar con las interminables fechorías del imperialismo yanqui.
Pero el aspecto más interesante del discurso de Trump, haciendo a un lado sus diatribas hasta cierto punto explicables, contra Corea del Norte, Irán, Venezuela y Cuba, fue el énfasis en la soberanía. Pronunció la palabra en 21 ocasiones; Obama, en su primera intervención en el Palacio de Cristal, una vez. “America First”, el lema de Trump, se convirtió en una defensa de la soberanía a ultranza de Estados Unidos. Pero como ni él ni sus colaboradores son ingenuos o ignorantes, debieron aceptar que el término vale para todos: o todos coludos o todos rabones. Y por tanto, el presidente norteamericano se convirtió en un defensor vehemente de la soberanía nacional, en un adalid de la no intervención y, sobre todo, del rechazo al peso universal de ciertos valores, principios o compromisos asumidos por todas las naciones.
Para muchos, esta será una noticia bienvenida. Quienes creen que los valores impulsados –muchas veces con un doble rasero y de manera francamente hipócrita– por Washington desde la Segunda Guerra Mundial –democracia representativa, respeto a los derechos humanos y las libertades individuales, economía de mercado– constituyen en realidad una imposición de sus valores, se congratularán del cambio. Otros pensaremos que las consecuencias de este abandono de la postura tradicional de Washington debe ser lamentada.
Si Estados Unidos considera que sus valores son solo suyos, y no, por ejemplo, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1947; de las convenciones de Ginebra sobre la Guerra, de Viena sobre Protección Consular, del Acuerdo de París de 2016 sobre Cambio Climático, del Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional (aún no ratificado por Estados Unidos), estamos fritos. Porque la metáfora de Lilliput de Jonathan Swift vale: solo podemos acotar al gigante con mañas y cuerdas de los enanos. Cuando el gigante desdeña el derecho internacional, la jurisprudencia universal de ciertos valores, no queda nada. Raúl Castro, Xi Jinping, Kim Jong-un y Vladimir Putin tienen un nuevo aliado y los antintervencionistas mexicanos tienen un nuevo aliado: Trump. Felicidades.
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