Así lo llama Don Miguel de Unamuno, el más agudo y profundo intérprete de Don Quijote, que yo conozca. Lo hace en su memorable obra Vida de Don Quijote y Sancho, publicada en 1905. Comienza así:
“Nada sabemos del nacimiento de Don Quijote, nada de su infancia y juventud, ni de cómo se fraguara el ánimo del Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos. Nada sabemos de sus padres, linaje y abolengo, ni de cómo hubieran ido asentándosele en el espíritu las visiones de la asentada llanura manchega en que solía cazar; nada sabemos de la obra que hizo de su alma la contemplación de los trigales salpicados de amapolas y clavelinas; nada sabemos de sus mocedades”
Sabemos que era un hidalgo pobre, que aparece cuando frisaba los cuarenta años, en un lugar de La Mancha. “En eso de la pobreza de nuestro hidalgo estriba lo más de su vida, como de la pobreza de su pueblo brota el manantial de sus vicios y a la par de sus virtudes”, escribe Don Miguel. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Lo que sí sabemos es que Cervantes ejerce la supremacía de las letras castellanas en el mundo hispánico, desde el Renacimiento hasta ahora. Comparte esa supremacía con Shakespeare en las letras en inglés. Las personalidades ficticias de los últimos cuatro siglos son cervantinas o shakspearianas, o, más frecuentemente, una mezcla de ambas. La diferencia fundamental entre estos genios resalta al comparar a Don Quijote con Hamlet.
El caballeo y el príncipe van en busca de algo, pero no saben muy bien qué, aunque reiteren lo contrario. ¿Qué pretenden estos personajes? No creo que pueda responder, no se nos permite saberlo. Puesto que la magnífica búsqueda del Caballero de Cervantes posee una dimensión y una repercusión cosmológicas, ningún objeto parece fuera de su alcance. Hamlet, en cambio, se ve constreñido al castillo de Elsinore y a una tragedia de venganza.
Autores estelares de Occidente, murieron casi simultáneamente, el 23 de abril de 1616, y ningún otro escritor los ha igualado. El Siglo de Oro en España y la época isabelino-jacobina son algo secundario cuando hacemos una valoración completa de lo que nos ofrecieron.Si Shakespeare es invisible en sus obras, Cervantes habita en su gran libro de manera tan omnipresente que nos damos cuenta de que crea tres personajes excepcionales: el Caballero, Sancho y el propio Cervantes.
¿Y Dulcinea? Dulcinea del Toboso es la dama creada por un hombre de triste armadura. Dulcinea nunca aparece en la novela, ya que solo es parte de la imaginación del Quijote quien mediante la figura de la labradora Aldonza Lorenzo -quien sí existe y solo aparece fugazmente- recrea a quien será su verdadera musa de aventuras, ya que todo caballero andante necesita tener una dama a quien encomendarse. Más adelante diré algo sobre Aldonza-Dulcinea.
La presencia de Cervantes en su Quijote es astuta y sutil. En sus momentos más hilarantes, Don Quijote es sombrío. Es Shakespeare la analogía que nos ilumina. Ni siquiera en sus momentos más melancólicos abandona Hamlet sus juegos de palabras ni su humor negro. Al igual que Shakespeare, Cervantes escribió sin adherirse a ningún género, el Quijote es, a la vez, tragedia y comedia. Aunque quedará siempre como el nacimiento de la novela, a partir de las novelas de caballerías, sigue siendo la mejor de todas las novelas y la convierte en “la Biblia española”, como llamó Unamuno a la más grande de las narraciones.
Sin embargo, Javier Cercas dice en La tercera verdad (2015): “Para Cervantes la novela es un género de géneros; o antes, es un género degenerado. Es un género degenerado porque es un género bastardo, un género sine nobilitate, un género snob; los géneros nobles eran, para Cervantes como para los hombres el Renacimiento, los géneros clásicos, aristotélicos: la lírica, el teatro, la épica. Por eso, porque pertenecía a un género innoble, el Quijote apenas fue apreciado por sus contemporáneos, o fue apreciado meramente como un libro de entretenimiento, como un best seller sin seriedad. Por eso no hay que engañarse: como decía José María Valverde, Cervantes nunca hubiera ganado el premio Cervantes”.Ingenioso, pero no me parece así. Tampoco a un tal Unamuno.
¿Qué busca el Caballero de la Triste Figura, figura hecha inmortal y universal por Picasso y Dalí? Está en guerra con el principio de realidad de Freud, que acepta la necesidad de morir. Pero ni es un necio ni un loco, y su visión siempre es al menos doble: ve lo que nosotros vemos, pero también algo más, una posible gloria de la que debe apropiarse, o al menos compartir. Es lo que Unamuno llama una trascendencia literaria.
En verdad, creo que no podemos conocer el objeto de la búsqueda cervantina a menos que nosotros mismos seamos quijotescos. A Cervantes, al considerar la vida tan difícil que había tenido -fue herido en la batalla naval de Lepanto, y perdió el uso de la mano izquierda a los veinticuatro años; fue encarcelado dos veces, como dramaturgo fracasó invariablemente-, ¿le pareció quijotesca? Este caballero enjuto nos observa en su retrato, mira un semblante completamente distinto de la sutil insensatez de Shakespeare. Están a la misma altura en genio, pues nos presentan personajes más vivos que nosotros mismos. No hemos resuelto aún el “conócete a ti mismo”, aforismo griego que estaba inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos, según el periegético Pausanias; periégenesis es un antiguo género literario griego.
Hamlet y Don Quijote, Falstaff y Sancho, representan algo nuevo en la tradición, pues todos ellos son a la vez sorprendentemente sabios y peligrosamente necios. De los cuatro, solo Sancho es un superviviente pues su saber popular es mucho más fuerte que su iluso apego al sueño de su caballero. El príncipe Hamlet, inteligente más allá de la inteligencia, abraza la aniquilación y se desposa con las tinieblas. Don Quijote es un sabio entre sabios pero, aun así, cede al principio de realidad y muere cristianamente.
¿Y Dulcinea? Resulta ser una campesina, puta y mendicante, que envía a una de sus dos compañeras de oficio a pedir media docena de reales a su caballero que, sin embargo, solo puede darle cuatro, los que Sancho les había dado para dar limosna a los pobres que topase por los caminos.
Escribe Don Miguel en su obra citada arriba: “Mas al caer de este primer día de su carrera de gloria, vio no lejos del camino por donde iba una venta, llegando a ella a tiempo que anochecía. Y las primeras personas con topó en el mundo fueron dos mujeres mozas, destas que llaman de partido; encuentro con dos pobres rameras fue su primer encuentro en su ministerio heroico. Mas a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo –pues por tal tuvo la venta– se estaban solazando.¡Oh poder de la locura! A los ojos del héroe, las mozas del partido aparecieron como hermosas doncellas; su castidad se proyecta a ellas y las castiga y depura. La limpieza de Dulcinea las cubre y limpia a los ojos de Don Quijote”.
Y más adelante, el gran Rector de Salamanca exclama: “¡Doncellas! ¡Santa limosna de la palabra! Pero ellas, al oírse llamar cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa y fue de manera que Don Quijote vino a correrse”. Fue esta la primera aventura del hidalgo. Y ellas fueron las primeras en servirle con desinteresado cariño: “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido…”.
Alonso Quijano, transformándose en el sublime Quijote, nos enseña, como lo hizo Sócrates, por boca de Platón, al dialogar con Fedón, “la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible (…). Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y nuestra vergüenza”.
Estoy persuadido de que la verdad estética de Don Quijote consiste en que, al igual que Dante y Shakespeare, hace que nos enfrentemos cara a cara con la grandeza. Si nos cuesta comprender la búsqueda de Don Quijote, sus motivos y fines pretendidos, es porque nos enfrentamos a un espejo que nos sobrecoge, tanto en la oscura melancolía como en la suprema alegría de Friedrich von Schiller, quien sentenció: “Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”.
Recordemos a Einstein: hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. En cuanto al universo, no estoy seguro. Así ha sido, así es, y así será por los siglos de los siglos. Amén.
Para el Quijote de Avellanada, léase en este enlace un gran artículo de la redacción de la revista LEER, de Madrid.