La actuación conlleva una interpretación dual en función del relato intelectual del personaje y a la luz de las directrices del realizador de la cinta.
Por tanto, es una responsabilidad compartida en el mejor de los casos (50 y 50 le llaman los psicólogos).
En el peor se deja por la libre y al garete, respondiendo a los manejos e intereses de los dueños del casting.
La película Mulholland Drive de David Lynch es bien explícita al respecto. Su director perece en el intricado laberinto de Hollywood, buscando defender una idea y un concepto. Al final, unos matones le imponen a la estrella de su cartel. Se trata de una representación monstruosa de un problema bastante frecuente y real en la meca. Hablamos del típico conflicto entre creadores y productores.
En Venezuela percibimos un escenario fragmentado, en el que conviven películas con verosímiles contribuciones histriónicas (Ann, El Amparo y La familia) al lado de piezas menores sobrecargadas de vicios telefílmicos y microteatrales (Ámbar y Solteras indisponibles, Bárbara y Muerte en Berruecos).
A propósito, traigo a colación dos estrenos recientes: Desafío urbano y Uma, ambas unidas por las mismas virtudes y defectos en el plano de sus respectivos repartos corales.
Por una parte, tienen el deseo de refrescar la pantalla con la incorporación de nuevos talentos, no necesariamente profesionales, algunos de ellos provenientes de la escena de la farándula, los concursos de belleza, los programas de chismes, la industria de la música, el negocio del modelaje a destajo.
El espectador lo agradece de entrada y paga el ticket, queriendo descubrir la intimidad y la capacidad de sus ídolos de la red social.
Por el otro, rinden un excesivo culto al valor de la imagen, del look y de la proporción apolínea de la publicidad, por encima de los criterios concernientes a la búsqueda de una identidad posible y verosímil para los protagonistas de la trama.
Así se desploman los proyectos abocados a la pura explotación comercial, desde el diseño “marketinero” de estereotipos comestibles, fáciles de deglutir y desechar a la salida de la sala, como un combo de cotufas o unos tequeños recalentados con aceite viejo.
Ciertamente, Desafío urbano encontrará un público en la audiencia alicaída de Sábado Sensacional, un programa que al día de hoy vemos con la condescendencia y el martirio de quien se ha perdido la alternativa del cable por falta de remesas, de moneda fuerte y de un salario decente.
Nadie le discute a Oscar Rivas Gamboa su ánimo conquistar un nicho de la demanda, a base de revisar fórmulas de la comedia romántica y del género musical.
Existen precedentes de calidad, dentro y fuera del país, que justifican la generación del contenido de unos chicos que se enamoran, a punta de canciones y frases desgastadas de autoayuda.
Sin embargo, en la comparación con sus fuentes de inspiración y de sus referentes, el largometraje de la era del reguetón, en 2018, termina perdiendo la partida de naipes, la apuesta por convencernos.
De hecho, la sumatoria de golpes bajos que propinan los actores de Desafío urbano provocan sentimientos de pena ajena y una ingente cantidad de risas involuntarias ante el desfile de primeros planos insostenibles, de movimientos desencajados, de gestos caricaturescos, de reacciones impostadas, de actitudes inexpresivas, de coreografías descoordinadas, de voces engoladas, de tonos declamados (mientras la edición y la posproducción intentan maquillar el despropósito).
No te crees a varios de los actores, pasados de edad, que hacen de chicos inocentes y de rebeldes sin causa del instituto. Tampoco logras conectar con la esencia de unos caracteres que se diluyen en un mar de obviedades y simplificaciones de manual, como el jardinero pobre que enfrenta al niño de papá y después de todo el amago de batalla campal, de guerra de los sexos, pues acaban de firmar un armisticio forzado y populista, izando juntos la bandera de Venezuela, cual numerito de Osmel Sousa y Joaquín Riviera.
En contraposición, Uma resulta cuidadosa y cautelosa a la hora de proteger a sus figuras, al límite siempre de la pose y el cliché.
La interpretación de Alexandra Braun puede soportar la dura prueba del paso de los minutos, aunque en el desenlace se desarme y desinfle en medio de una tópica secuencia de drama acartonado en el interior de una clínica, a la espera de una muerte que no llega, tras un accidente gratuito, uno de los inventos del guion.
Frente a semejante panorama, que nos devuelve a un pasado demagógico que estimamos superado, cabe recordar que el cine venezolano sigue dando señas de evolución en el presente año, gracias a las actuaciones trabajadas y complejas que disfrutamos en títulos como Ann, Vampiro en el lago, Hijos de la sal y El Silbón. Cada una de ellas merece un apartado digno de estudio que realce sus registros en materia performática.
Quisiera quedarme con el recuerdo del esfuerzo corporal de Eduardo Gulino, del carisma de Sócrates Serrano en el rol de un escritor en crisis, de Carlos Antonio León desafiando al mutismo y arriesgándose a interpretar a una mujer con matices.
Volvamos a las raíces y a los orígenes del oficio. Apreciemos a nuestros actores profesionales y orientemos a las generaciones de relevo para que se luzcan en las películas.