Probablemente tenía razón Oscar Wilde al conceptuar el trabajo como el refugio de quienes no saben hacer nada mejor. Fascistas y comunistas no compartían esa definición: creían –creen– ciegamente en la máxima «el trabajo dignifica al hombre», aunque un yerno de Karl Marx, Paul Lafargue, escribió una refutación del derecho al trabajo, titulada El derecho a la pereza (Le droit à la párese, 1880). En los accesos a los campos de concentración donde los nazis avasallaban a los judíos hasta hacerles morir, se colocaron letreros con la sentencia Arbeit macht frei (El trabajo os hará libre). Los soviéticos, por su parte, desarrollaron una modalidad de estímulo y gratificación no material al trabajo servil o esclavizado, bautizada estajanovismo en alusión a Alekséi Grigórievich Stajánov, minero ruso proclamado Héroe del Trabajo Socialista por extraer en 6 horas 102 toneladas de carbón, 14 veces lo obtenido por sus compañeros en igual lapso.
Las iniciativas orientadas a aumentar el rendimiento laboral sin compensación alguna fueron moneda corriente en las democracias populares y lo son todavía en Cuba y Corea del Norte. Una singular aproximación a ese voluntariado (a juro) fue realizado por Andrzej Wajda en El hombre de mármol (Człowiek z marmuru, 1977), magistral lección de cine dentro del cine, con la cual el director polaco, mediante una hábil puesta en escena, logró sortear la censura de las autoridades y rodó una cinta hermosa, transgresora y abiertamente crítica de las condiciones de la clase trabajadora en una sociedad, la polaca, oficialmente comunista y notoriamente católica. El filme tiene por hilo conductor la investigación atinente a un documental, trabajo final de grado, de una aspirante a directora, Agnieska, no en torno al estajanovismo en sí, tal era su intención primera, sino sobre la industria siderúrgica y a la manera de El hombre de la cámara del cineasta soviético Dziga Vertov, a sugerencia de su tutor. Pero, durante sus pesquisas, se topa en un depósito del Museo de Arte Moderno con la estatua de un olvidado operario, paladín del colaboracionismo espontáneo, el albañil Mateusz Birkut, símbolo de Nowa Huta, arquetípica ciudad industrial del socialismo, donde, en dos ocasiones, oficiaría misa al aire libre el canonizado Karol Wojtyla, primero en su condición de obispo de la vecina Cracovia, y después como sumo pontífice con el nombre de Juan Pablo II. Con Agnieska resuelta a reconstruir la trayectoria vital de Birkut, apoyándose en documentos, testimonios de familiares, amigos y relacionados y, sobre todo, material fílmico de archivo, Wajda ensambla una obra imprescindible, cuyos pormenores no pretendo contar aquí, pues, a los efectos de estas líneas, pergeñadas con el Día Internacional de los Trabajadores en mente, lo más relevante es el monumento al estajanovista idealizado por el realismo socialista y expurgado de la historia por exigencias ideológicas.
En los últimos 20 años hemos retrocedido aceleradamente, si no a las postrimerías del siglo XIX, a los albores del XX, tiempos de memorias de la decadencia y de compadrazgos y traiciones andinas, cuando la masacre de Haymarket y el infortunio de los mártires de Chicago eran noticias lejanas e ignoradas por las mayorías, y no los acontecimientos evocativos a ser exaltados rutinariamente cada 1° de mayo por demagogos y reposeros a tiempo completo, autorizados a vivir de la lucha de clases y citar al camarada Lenin, los de izquierda, o evocar al santo carpintero José, patrono de los obreros por la gracia de Eugenio Pacelli, los de signo contrario. Con Hugo el redentor y su apóstol Nico el usurpador, autobusero con licencia vencida para manejar a Venezuela –«país de amada sangre en nuestras venas,/ que no termina de enterrar a Gómez», tal versó el poeta Eugenio Montejo–, volvimos, conciudadanos –lo escribimos en la jerga octubrista de la abortada revolución de 1945–, a obsoletos y periclitados modos de producción e intercambio. Con la involución secular roja campea la mendicidad subsidiada y han vuelto la leña, el carbón y las lámparas de kerosén a los hogares. Para más inri, se nos fueron los recuerdos; no obstante, cuando el azaroso ABA de Cantv lo permitió, hicimos un poco de turismo virtual y pescamos por casualidad, en los caudalosos ríos de información digitalizada, una curiosa nota publicada el 16 de octubre de 2016, en la edición impresa de este diario: en ella leemos: «Las estatuas de Hugo Chávez tienen el espíritu de una mitológica deidad […] En Margarita le colocaron hasta una buena dotación testicular, de la que careció cuando huyó el 4 de febrero de1992 y se escondió en los baños del Museo Militar mientras sus subordinados morían arriesgando el pellejo que un temeroso militar ocultó entre los retortijones húmedos de su turbación […] Con estos antecedentes podemos concluir que el abultamiento testicular de la estatua de Hugo Chávez es pura reserva de material sólido sin asidero en la realidad».
Hubo yeso para eternizar al comandante per saecula saeculorum en muñecotes revestidos de bronce o un sucedáneo de análogo aspecto. Serán derribados como los monigotes de Guzmán, Stalin y Nicolae Ceauşescu, tocayo del ilegítimo en funciones de mando civil al servicio de la fuerza armada bolivariana. A este no le alcanzará el tiempo para perpetuarse en icónica encarnación del proletariado; sin embargo, Amazon lo intenta imprimiendo su imagen en papel higiénico y despachándolo a domicilio por un precio a mi juicio desproporcionado: 8 dólares y 95 centavos. Quizá merezca ser inmortalizado en pétreo y antropomorfo retrete de pájaros, y por motivos similares a los esgrimidos por José Ignacio Cabrujas en memorable y premiado artículo (“Una estatua para Eleazar Pinto”, El Nacional, noviembre de 1986) sugiriendo recaudar fondos en colecta pública a fin de erigir la «estatua del único culpable», en reconocimiento al ex presidente del intervenido y desaparecido Banco de los Trabajadores de Venezuela: «¡A usted –ironizó Cabrujas entre exclamaciones muchas– lo han condenado 2 años de presidio por corrupto! ¡Maestro Pinto! ¡Qué cosa más grande! ¡Qué 3 de noviembre tan 5 de Julio y tan 19 de Abril! […] ¡Usted es nada menos que el primer venezolano de La Lagunita culpable de algo! ¡Usted ha superado la apoteosis de general Piar! […] ¡Usted es el primer venezolano que merece un castigo, desde el remotísimo 1574, cuando Nicolás de Federman (otro tocayo, anoto yo, no José Ignacio) se cogió unos reales en Santa Ana de Coro y hasta los alemanes se hicieron los suecos! ¡Usted es un bien nacional! ¡Usted es completamente ecológico, Maestro Pinto! ¡Más ecológico que el ancestral chigüire o el ridículo mato cañero!».
Provocaría reproducir la totalidad del artículo, pero espacio y paciencia no son suficientes. Lo citado me basta para pensar con seriedad en un monumento en homenaje a las víctimas del 11 de abril de 2002, cuando una multitudinaria marcha enfilada a Miraflores espantó y puso en volandillas al buche y pluma de Sabaneta, a pesar del Plan Ávila y los gatillos alegres de Puente Llaguno. El venidero miércoles se espera movilizar una multitud millonaria en número y coraje. Será un buen día para jugarse el resto con el presidente interino, plantarles cara a los colectivos, patotas y pandillas de Maduro, Cabello y Padrino, y derribar no solo estatuas de ídolos con pies de barro sino al mismísimo Tricky Nicky. A eso debemos apostar desde este domingo 28 –¡el 28, el 28!–, día de elecciones en España, consagrado en el santoral católico a Pedro Chanel –con ese nombre debió ser santo glamoroso–, y jornada de incertidumbres y expectativas crecientes. A partir del miércoles, empero, podría haber una motivación distinta al misérrimo ajuste salarial de consolación para festejar el Día Internacional del Trabajador como se debe, en libertad, y no engatusados por el gobierno de facto con un espejismo de alto impacto inflacionario: eso y nada más será el aumento calculado en función de un criptoactivo inexistente, imposible de vender o comprar, porque nadie quiere ser petroidiota.