Los resultados de la primera vuelta de las elecciones en Brasil deshicieron cualquier remota esperanza de que los pronósticos de polarización fueran revertidos. Con 46% de votos obtenidos por el candidato ultraderechista Jair Bolsonaro frente a 28,8% del candidato del PT, Fernando Haddad, quedó diluida la posibilidad de sumar hacia el centro. Además, las tres semanas que restan para la segunda vuelta en la que quedará electo definitivamente el presidente del gigante del Sur exigirán una ruda tarea, titánica, de intentar superar la enorme diferencia del oscuro ultrapopulista.
Del conjunto de razones que confluyeron en el crecimiento del liderazgo de este monstruo político, cuyo pensamiento está vinculado a la defensa de las peores causas de la humanidad, tiene un papel preponderante su presentación como la alternativa para el grave recrudecimiento de la delincuencia y ante el escandaloso e inédito alcance de la corrupción vinculado a Odebrecht y a Petrobras, ocurrido durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores. Lula, el líder considerado por la ONU como campeón de la lucha contra la pobreza, que colocó a su país entre las primeras 10 economías del mundo suscitando una fuerte adhesión de su pueblo, terminó preso por corrupción y el desarrollo de la economía brasileña –la que tuvo una aparatosa caída– demostró tener cimientos muy poco estables.
Pero lejos de producir indignación en muchos de sus seguidores, por la traición a esa ilusión, operó la tradicional solidaridad automática: Lula víctima de la derecha, de sus enemigos, se convirtió a la vez en el político con más rechazo y también con más aceptación dentro de su país, y lideró todas las encuestas de intención de voto, con cifras en torno a 39%, popularidad que no logró transmitir a su candidato Haddad ni a su partido envilecido.
De esta manera el fascista Bolsonaro ha cabalgado sobre el desprestigio del PT y sobre la tendencia a la radicalización de los populismos derechistas y el desinterés global por la democracia, con sus propuestas retrógradas y desplantes que le han ganado posiblemente una de las peores imágenes que político alguno haya tenido en la región, dictadores incluidos.
El mal ejemplo de Venezuela no faltó en la campaña electoral brasileña. Jair Bolsonaro afirmó en más de una oportunidad que hay dos caminos para su país: el de la libertad y prosperidad o el que actualmente sigue Venezuela. Fernando Haddad también hizo algunas críticas sobre la falta de democracia en Venezuela, pero su sola vinculación filial con Lula, alcahueta descarado de los desatinos de Hugo Chávez, a quien cínicamente bautizó como el mejor presidente que había tenido Venezuela en toda su historia, en el fondo para disponer servirse de su abultada petrochequera, le resta credibilidad a su opinión.
Lo que ahora debatimos los opositores venezolanos no es la ideología o las políticas que se discuten en Brasil política y socialmente, ni la repercusión que tarde o temprano tendrán sobre todo el continente. Lo que nos obsede es cuál será la posición del nuevo presidente en relación con el trágico presente nacional, partiendo del supuesto verosímil de que Bolsonaro se opondrá más firmemente a la dictadura que Haddad.
No es fácil para nosotros separar lo afectivo de lo racional para asumir una posición. Son esas disyuntivas en las que nos coloca la historia, trascendentes en esta ocasión dadas las dimensiones de esta gran potencia regional.
Si yo fuera brasileña seguramente no tendría más remedio que inclinarme por Haddad, pero siendo venezolana no puedo sino expresar una compulsiva náusea política sobre las opciones a respaldar.