Cuando cesa el áspero parloteo de las guacharacas o de las guacamayas en el mango de mi casa, comienzo a escuchar el trino matinal de los pájaros que tantos versos melancólicos y soñadores han compuesto los poetas y arrancado hondos suspiros a los enamorados de todos los tiempos creyendo oír en ellos susurros y melodías de amor.
Hoy se sabe que no son propiamente himnos de alegría sino expresiones de espíritus belicosos y agresivos. Cantos de guerra en lugar de trinos y armonías. Demarcaciones de territorios que excluyen cualquier asomo de música celestial. Voces estridentes de cuartel en lugar de exclamaciones civiles. ¡Aléjate, pájaro depredador! ¡Estos son mis dominios! ¡Aquí encuentro mis alimentos!
Los ornitólogos saben cuánto espacio necesita cada pájaro para poder criar una familia, y afirman que una vez seleccionado su territorio lo defienden con vigor contra cualquier intruso de la misma especie como si se tratase de defender cinematográficamente el castillo medieval de los asedios del vil usurpador del trono. Por eso cantan constantemente desde sus dominios. Es su manera de señalar la extensión de su territorio y su determinación de defenderlo.
Investigadores de los bosques y de las plantas y vida silvestre, como Peter Farb, de la Universidad de Vanderbilt, aseguran que llega a ser impresionante la variedad de “tonalidades canoras” que se conocen: la del cardenal tiene hasta 28; y se han observado hasta 884 variaciones en los gorriones. Algunos no cantan, como el pájaro carpintero, pero, molesto, martilla con mayor decisión, y hay especies que producen furiosas ráfagas de aire batiendo las alas.
¡Los conozco! Me apasiona verlos comer con avidez los granos que les lanzo en el patio. Son voraces, odiosos y agresivos y hay uno, el más grande, corpulento y prepotente que se adueña de la situación alejando del festín, a picotazos, al pájaro más cercano. Se comporta como un chavista del peseuve o como un miembro descerebrado de algún colectivo armado, lo que permite suponer que también hay aleteos fascistas sobre el arco iris donde vuelan los azulejos que tanto añoró Dorothy Gale en su granja de Kansas.
Peter Farb afirma que media hectárea de bosque puede cobijar a cuatro o cinco pares de ave empollando, y cada una de sus crías es capaz de consumir su propio peso en comida cada día. Pero, a diferencia de nosotros, los humanos, ninguna pareja estorba a las otras. En un mismo bosque pueden anidar cuatro especies distintas de pájaros carpinteros, para citar el ejemplo que ofrece Peter Farb en su fascinante libro El bosque, de la colección de la naturaleza de Life en español: “Todos se sustentan de insectos que extraen de la corteza, pero cada especie se especializa en explotar diferentes partes del árbol. Otros pájaros atrapan insectos al vuelo sin invadir los dominios del pájaro carpintero, y los demás buscan comida en el suelo”.
Hace más de 2.000 años, el poeta Virgilio, al referirse a un roble, escribió que “charlaba con el viento”. Los ecologistas afirman que el poeta dijo la verdad: la brisa hace revolotear las hojas de los árboles como si en las ramas hubiera miles de mariposas. Por eso adoro ver caer las hojas al desprenderse del árbol. El pecíolo cede y en el lento y ondulante movimiento de la hoja al caer, en los giros que la precipitan hay parte de la gran música que se ha gestado sin prisas en el interior de la fronda y la escuchamos cuando se desnuda en el viento.
“Los árboles son los miembros más importantes de la población forestal”, señala la primera anotación sobre los bosque que simbolizan sabiduría y conocimiento, fertilidad y regeneración porque a su sombra y dependiendo de los árboles hay miles de arbustos, hierbas, helechos, hongos y otros miles de insectos, mamíferos, aves, reptiles, anfibios asociados a un equilibrio perfecto; unidos con lazos invisibles para el ojo humano. Misterios, enigmas, secretas resonancias y resplandores de vida. Acaso provienen de esta vida oculta los peligros, demonios, gnomos, elfos y terrores que habitan en los cuentos infantiles.
“Tan intrincada es la urdimbre de vida en el bosque, dicen los ecologistas, que si se rompiera un solo hilo vital, todo el tejido podría deshilarse y el bosque quedaría condenado a morir”.
Pero la mala y depredadora conciencia humana y su despiadada imaginación pretenden avivar un bosque de perversas criaturas que se aniquilan y se entredevoran sin tregua. Ejércitos de hormigas guerreras que parecieran desprenderse del Viejo Testamento y dar fuerza al vaticinio de que todo verdor perecerá; tarántulas e insectos acromegálicos, monstruos de los pantanos y árboles malignos. Cuando no es así, acometemos la acción más devastadora y cruel: buscamos el hacha; incendiamos el bosque; vertemos en él detritos tóxicos; acabamos con toda clase de vida visible o microscópica a sabiendas de que solo en un área de apenas un metro cuadrado y a 2 metros de profundidad pueden observarse con ayuda de una lupa hasta 1.350 seres vivientes, “habitantes del suelo que al alimentarse descomponen la hojarasca en elementos que pueden ser asimilados por las plantas en crecimiento”. Si no fuera por ello, el bosque se “autoasfixiaría” con tanta hoja que cae.
Por eso en el bosque cada quien anda en lo suyo. Todos viven en sus respectivos albergues como nosotros los humanos en nuestros “nidos”, en nuestras anónimas casas y edificios con la pequeña diferencia de que buscamos mentir, intrigar, chismorrear, ofender, entrar en conflictos, hacer trampas y militar en el partido político que me permita medrar, enriquecerme y degradarme mientras arruino la vida del vecino y lo excluyo del festín.
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