De ser querida en todo el mundo, ahora nadie la desea. De manera que ha pasado del máximo esplendor al ocaso del paria que es execrado en todos lados. Nos estamos refiriendo a nuestra devaluada moneda de curso legal, un producto perverso de la revolución bonita.
Hoy las monedas no circulan tras haberse transformado en poco menos que chapas metálicas corroídas por el óxido salino de las absurdas políticas económicas puestas en práctica, de manera conjunta, por los gobiernos de Chávez y Maduro y las autoridades del Banco Central de Venezuela. Por otra parte, los billetes van camino de convertirse en poco menos que retazos de papel higiénico lanzados a la basura después de ser utilizados en sus funciones profilácticas.
A comienzos de diciembre de 2016, con fanfarria barata, el BCV anunció al país la decisión de modificar el cono monetario (monedas de 10, 50 y 100 bolívares y billetes de 500, 1.000, 2.000, 5.000, 10.000 y 20.000 bolívares) y dejó muy claro su propósito: “La ampliación del cono monetario hará más eficiente el sistema de pagos, facilitará las transacciones comerciales y minimizará los costos de producción, reposición y traslado de especies monetarias, lo que se traducirá en beneficios para la banca, el comercio y la población en general”. ¡Pura bosta! Los billetes de 500, 5.000 y 20.000 comenzaron a circular a mediados de enero de este año y ahora, 7 meses después, son un mal chiste que solo hace reír a las empresas extranjeras fabricantes de los mismos y a los gestores venezolanos que recibieron sus pagos y comisiones en dólares o libras esterlinas. A nuestro bravo pueblo le quedan únicamente el llanto y la amargura porque no los consiguen en los bancos comerciales, y si encuentran alguno, apenas le alcanza para comprar un pan o, cuando mucho, 750 gramos de carne.
Lo que se gastó en acuñar y producir esos especímenes daría para la importación de toneladas de alimentos y medicinas que actualmente escasean en los anaqueles de los abastos y farmacias. Pero al régimen no le incomoda ese drama porque sus decisiones económicas se ejecutan con base en el gansteril principio según el cual “al que parte y reparte le queda la mejor parte”. Se calcula que los pagos que en los últimos 5 años se han hecho por la fabricación de billetes rondan los 1.500 millones de dólares, cifra nada despreciable si se toma en cuenta que en la construcción y equipamiento de la Casa de la Moneda de Venezuela –que opera en Maracay– se gastó poco más de 200 millones de dólares.
Hay una manera de abatir el problema: bajar la inflación. Y eso solo compete al BCV, que debe velar por un comportamiento sano de la economía y sus diferentes variables. Esa es precisamente la razón por la cual el citado organismo tiene, de acuerdo con el artículo 318 de la Constitución Nacional, el mandato de garantizar la estabilidad de los precios y preservar el valor interno y externo de nuestra unidad monetaria. Para desdicha del país, quienes dirigen el BCV actúan al margen de la carta magna y la ley que regula sus funciones, cuando mantienen una política de préstamos al gobierno, a través de Petróleos de Venezuela, con la cual se incrementa exponencialmente la emisión inorgánica de dinero. Con ello el volumen de dinero en la economía aumenta en mayor proporción y rapidez que los bienes y servicios que se producen, derivándose de eso un incremento significativo de los precios.
Solo un viraje en la conducción del Estado resolverá la crisis. Pero es obvio que la revolución no tiene voluntad para eso. Mientras el régimen y el BCV mantengan el statu quo en materia monetaria, el bolívar será menospreciado hasta por los chinos, quienes solamente “quielen nuestlo petlóleo”. Así de simple, señores.