Podría uno, desde esta trinchera, virtual o de papel, pensar que, tal vez, la vida no es verdad, sino, como en boca de Segismundo pone Pedro Calderón de la Barca (La vida es sueño, 1635), «una ilusión, una sombra, una ficción». Quizá, a juzgar por las penalidades sufridas en esa aventura onírica, somos la pesadilla de un ángel caído en desgracia. De ser así, solo resta aguardar el despertar del díscolo soñador y dejar atrás la larga noche escarlata, archivando la experiencia revolucionaria en el anaquel de las invocaciones –o equivocaciones– ingratas.
Lamentablemente, somos poco propensos a cohabitar con un pueblo ficticio y ahíto de felicidad, según la óptica oficial, en la realidad imaginaria, valga el oxímoron, forjada por el gobierno: un gobierno empeñado ufanamente en hacer pasar por bueno un bojote de medidas orientadas, ¿de verdad?, a ganar la batalla decisiva en su nada quijotesca «guerra económica» contra molinos de viento, anunciado en cadena por el enjuiciado y sentenciado presidente con sus acostumbradas imprecisiones sintácticas, y aplaudido con la habitual aquiescencia de los enchufados de primer nivel.
No, no somos el sueño de Luzbel: padecemos las consecuencias de una elección inducida por la emoción y no por la razón, y de haber puesto el destino de la nación en manos de un militar de mediocre desempeño, quien, embriagado de patrioterismo con la épica empalagosa de Venezuela heroica, los inflamados cantos a Bolívar de Olmedo y Neruda y el «arrebato poético» de Mi delirio sobre el Chimborazo, seguramente apócrifo, se autoproclamó albacea del ideario del Libertador y se abocó a destruir la institucionalidad democrática e instaurar, a juro, una república bolivariana, castrense y corrupta.
Esa parodia de país se hizo más caricaturesca en manos de su sucesor y ahora, vea usted, aquí estamos sumidos en el recuerdo de la nación (im)posible y de un programa de ajustes económicos frustrado por la incomprensión e impaciencia de irredentos y preteridos, el revanchismo de notables resentidos y el oportunismo de los quítate tú para ponerme yo; sí, aquí estamos, añorando la unidad perdida –la nostalgia, escribió García Márquez no recuerdo dónde, borra los malos recuerdos y magnifica los buenos–, anhelando encolar las piezas del roto jarrón opositor a objeto de ahorrarnos desilusiones con un paso en falso. De ahí la importancia del paro general del pasado martes.
Convocado no por la totalidad de las organizaciones opositoras, y tácitamente apoyado por buena parte de ella, el paro debió superar urgencias organizativas y el temor a violencia roja, y, en aras del interés nacional, conciliar los términos –opuestos y excluyentes de acuerdo con el canon marxista– del binomio trabajadores y empresarios. A pesar del desconcierto derivado del purgante recetado, se logró una paralización significativa de actividades, y quienes se ocupan de medir la participación en estos eventos cifraron en más de 60% el respaldo ciudadano a la manifestación huelguística en rechazo a la piratería de Maduro y su combo –no otro tratamiento merece la falta de rigor en el diseño e instrumentación de políticas económicas por parte de un equipo… ¡sin economistas!–. Y, a pesar de que el país tembló y a las 5.31 de la tarde cundió el pánico, cuando un sismo de magnitud considerable –6,9 en la escala Richter– y, por fortuna, escasa duración puso a la gente de patitas en la calle, el paro también se hizo sentir.
El gobierno, ¿cuándo no?, trató de sacarle punta y puntos al estremecimiento terreno y poco faltó para que se plantara el mandón en el balcón de los desafueros, remedo de Chávez remedando al Hombre de las Dificultades después del terremoto de 1812, y, agitando un estandarte tricolor, despachara, engolado, y al caletre, para consumo de una audiencia mendicante engolosinada con la zanahoria salarial, su arrogante desafío a las fuerzas telúricas: «Si la naturaleza se opone a nuestros designios lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca», ¡púyalo, Maduro, a los ricos dale duro! Pero Nicolás ni siquiera se asomó a la ventana. Delegó en sus secuaces la descalificación de la opinión contraria y las comparecencias a ruedas de prensa escenificadas sobre la base de preguntas y respuestas prefabricadas.
Han sido estos últimos, días en verdad extraños y hasta memorables; el lunes 20 de agosto fue una jornada para recordar por su práctica inexistencia. De aquí en adelante se le consagrará a San Petro y San Cono. Este, decodificador de pálpitos, es patrono del azar; el otro, pescador enchancletado, la roca virtual sobre la cual se edificará la iglesia financiera del siglo XXI. O, a lo mejor, se la olvida y, de tal manera, no nos agobiará el sombrío recuerdo de la megadevaluación perpetrada el funesto viernes 17, el más negro de todos los viernes negros. Ni del monumental gazapo del oblicuo miércoles 22, cuando Jorge Rodríguez, a partir de una aritmética compleja y demencial –tal corresponde a un loquero–, encontró no 5 patas al gato sino 800 horas al mes. Tanto disparate repercute severamente en la evolución de los precios, cuyo triple salto mortal, ejecutado precisamente durante estos raros e inolvidables días, sin red preventiva de una improbable caída, prefigura una curva ascendente de Padre y muy Señor nuestro que estás en los cielos sin poder detenerlos. En torno a los perniciosos efectos del paquetazo se han pronunciado competentes y prestigiosos economistas. Todos ellos, al señalar sus contradicciones y falta de coherencia, lo caracterizan de esencialmente inflacionario, pues, sin importar lo dicho por Nico el prusiano al respecto, no hay forma de disciplinar el gasto ni cobres para subsidiar los aumentos prometidos, y las maquinitas de hacer dinero continuarán imprimiendo billetes, con héroes en el anverso y animalitos en el reverso, para ser reemplazados en otra inevitable reconversión, pues la santa dupla citada no es milagrera y la hiperinflación seguirá golpeándonos. No debemos llamarnos a engaño: este bojote es una repuesta política a un problema económico debido al exceso de falta de ignorancia de Chávez y amplificado por un incombustible sucesor que ya pasó de castaño a oscuro o de maduro a podrido. Mientras, la cesta básica duplicó su costo y el dólar continúa su irresistible ascensión. ¿Y el petro? ¡El petro se fue para el cono!
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