COLUMNISTA

Bello, emblema de la diáspora venezolana

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Andrés Bello, hijo de Caracas, nacido en 1781, es parte de la excepcional generación de ilustrados venezolanos de finales del siglo XVIII. Es expresión acabada de nuestra aurora intelectual, pieza de museo olvidada.

En su sumario de historia de Venezuela, que escribe en 1810, advierte don Andrés sobre la significación que tiene para nuestra afirmación, como pueblo laborioso, el agotamiento de las minas, el enterramiento del mito de El Dorado, nuestra condición de nación desconcentrada territorialmente.

Bello desborda en todas las áreas del pensamiento. Hace historia, tanto como Francisco de Miranda, más allá de nuestras fronteras. Son parias en su patria. La horma de ambos es la Universidad de Caracas: la Real y Pontificia de Santa Rosa de Lima y del Beato Tomás de Aquino, de la que egresan los civiles –los doctorcitos que imaginan repúblicas aéreas y desprecia Simón Bolívar en 1812– y quienes, en mayoría determinante, forman el Congreso de 1811.

Miguel Luis Amunátegui, su amigo y confidente chileno, con quien conversa hasta su muerte, en su libro Vida de Andrés Bello (Santiago, 1882) subraya que a los 11 años este se deleita con las novelas de Calderón de la Barca. Las adquiere por un real, cada una, en una tienda caraqueña.

Su primer preceptor, fray Cristóbal de Quesada, deja huellas sobre su cuerpo de humanista universal. Antes, aquel había ahorcado los hábitos, viajado a la Nueva Granada, usado el nombre de Carlos Sucre hasta que es descubierto y devuelto a su convento, el de La Merced. Y allí, a pedido de fray Antonio López, tío de don Andrés, acepta ocuparse de enseñarlo privadamente al concluir la escuela.

Es él quien descubre y estimula en este su talento excepcional para la gramática, la composición, y su agudo discernimiento en todo lo relativo al lenguaje. Le enseña el latín y le permite acceder a su biblioteca, donde lee de modo cabal a Cervantes.

Al ingresar a la Universidad, autorizado por fray de Quesada, Bello traba amistad con los Ustáriz –José Ignacio es su condiscípulo– en cuya casa reside una verdadera academia griega. Allí encuentra el estímulo para aprender por sí el francés, más tarde inglés, y lo logra; al punto de que su nuevo maestro, el Pbro. José Antonio Montenegro le sorprende leyendo en los pasillos universitarios una tragedia del poeta francés Racine, muerto en París en 1799.

Probablemente tenía en sus manos a Andromaque, la edición de 1745 de la Compagnie des Libraires. La cuestión no es minúscula. Según sus intérpretes “todo Racine está contenido en ese instante paradójico en que el niño descubre que su padre es malo y quiere sin embargo seguir siendo su hijo”. Es el dilema, en efecto, que despierta en la Venezuela de la época –acaso y otra vez en la de actualidad– y que, según el cronista, lleva al padre Montenegro a lamentarse ante lo inevitable:

—¡Es mucha lástima, amigo mío, que Usted haya aprendido el francés! –le dice a Andrés, devolviéndole el volumen de Racine.

Caracas medra ignorante de lo que ocurre en España. La distancia es abismal.

El capitán general De Las Casas, al recibir del gobernador de Cumaná, Juan Manuel Cajigal, dos ejemplares del Time, no les da importancia. No entiende el inglés. Se los confía a Bello, escribiente en su despacho, quien luego le dice que los textos anuncian los sucesos de Bayona, la abdicación de Carlos IV y su hijo Fernando VII, y la exaltación de José Bonaparte.

—¡Mentiras, falsedades que buscan alebrestar a los americanos! –riposta.

El atraque en La Guaira del bergantín francés Serpent, con pliegos del emperador Napoleón, hacen que el gobernante venezolano tome razón de su trágico destino. Lo acepta cuando le golpea en las narices.

Recuerda Bello que al encontrarse los delegados franceses con el capitán general es llamado como traductor y al despedirse estos, De Las Casas, enmudecido, “se derrite en lágrimas como un niño”.

En 1810, al ser destituido por Emparan como empleado de la Capitanía viaja a Londres como parte de la primera misión diplomática de la Venezuela emancipada. Acompaña a Simón Bolívar y a Luis López Méndez. Allí se queda abogando por el reconocimiento de la Independencia. Pero la caída de la Primera República, en 1812, el terremoto de Caracas, la prisión de su amigo Francisco de Miranda procurada por el mismo Bolívar, la falta de respuesta española a su pedido de amnistía le mantienen en su obligado destino.

Distanciado de Bolívar, mediando diferencias por su gobierno dictatorial de la Gran Colombia, al término, muy tarde, este intenta enmendarse ante Bello. Le manda 3.000 pesos para que se sostenga, en 1829. Le nombra cónsul general colombiano, pero este ya viaja hacia Chile, animado por sus autoridades, dado el otro desplante que el mismo Bolívar le hace al no designarlo jefe de la misión diplomática en Londres, vacante.

Tiene 15 hijos en sus 2 matrimonios. Ve morir a 9, llorando cada día a su Caracas añorada. Y cada vez que la fatalidad se le anuncia recuerda al Cristo que colgaba en el cuarto de su madre, siendo muy joven. En cada dolor y por cada partida, apesadumbrado, le dice Amunátegui: ¡Ya me lo dijo el Cristo de Caracas!

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