COLUMNISTA

Belial o el ángel caído

por José Rafael Herrera José Rafael Herrera

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A la memoria de Yoli, mi hermana, víctima de la adversidad del tiempo  y de la tristeza, esa pasión del alma hacia una menor perfección.

Un ángel caído es aquel que ha sido expulsado del Edén por el hecho de haberse rebelado ante el poder de Dios. La decisión de enfrentarse al Todopoderoso, el haber asumido la abierta determinación de oponérsele e intentar derrocarlo, lo ha transformado en un otro. Ya no es más Azael, el daimón brillante, portador de la luz celestial. Ahora ha pasado, desde las entrañas de la elevada figura del sumbalein (la unidad) a la del diabelein (la diferencia) y ha caído en las profundidades infernales de la Tierra. Ahora es un Satán (“el que se opone”), el adversario acusador, el daimón caído, Belial o “el de las ganancias corruptas”, señor de la arrogancia y el orgullo.

Secular, reformada o contrarreformada, la fe religiosa parece haber cumplido un nuevo ciclo histórico. Fin de ciclo que acerca a los incautos a los totalitarismos religiosos orientales. Si las sociedades padecen de ricorsi y si la religión forma parte esencial de las sociedades, entonces la religión ha entrado, junto con el ser social, en un período de decadencia. Nadie podrá dudar que la fe, en el pórtico de este nuevo milenio, se encuentra inmersa en una profunda crisis. Espejo, proiectio especular, hecha a imagen y semejanza del mundo, ella es, como afirmaba Kant, sustancialmente conciencia moral. Pero cuando los pueblos han perdido sus valores fundamentales, la corrupción se apodera de ellos y va calando hasta el fondo de sus huesos. La imagen se empaña y, poco a poco, deja de reconocerse en el rostro que la mira y es mirado. El ser sometido, subyugado al peso de la cruenta vida que él mismo se ha fraguado, de una parte. El deber ser en su sentenciosa, inmaculada e irrealizable “zona de confort”, de la otra. Todas las opciones están sobre la mesa, se dice, pero fuera de ella no son más que la confirmación de la impotencia del deber que no se cumple. Y a ver cómo lo resuelven: ¡vayan con Dios! Cuando una sociedad es capaz de poner en venta la ayuda humanitaria -la caridad, habría que decir- que con mucho esfuerzo es enviada para aliviar los pesares de los más necesitados, es porque la religión -esa subespecie de filosofía, propia de las grandes mayorías- ha llegado a perder su rumbo. Se simula lo que no se es y se disimula lo que se es. Para desenmascarar de una vez la hipocresía, hay que decirlo con todas sus letras: desde hace ya bastante tiempo -quizá demasiado- los negocios van muy por delante de los llamados “principios”, para regocijo de las llamadas “buenas conciencias”. Y, como advertía Spinoza en su momento, la “ley divina”, cuando se cumple, es a causa del temor, pero no por juicio propio, no por convicción ni, mucho menos, por amor dei. La coerción por encima del consenso. Oriente por encima de Occidente. 

Desde que el entendimiento abstracto -eso que los deconstructivistas han designado inexactamente como la modernidad- concentró sus esfuerzos en poner y fijar los límites del  conocimiento respecto de los fundamentos de la fe, enajenando así la necesaria adecuación de lo uno y de lo otro, al tiempo de propiciar el ambiente requerido para el robustecimiento de la positividad y el desgarramiento religioso, las bases fundacionales sobre las cuales se sustentaba la moralidad se fueron resquebrajando hasta su desmoronamiento definitivo, dejando el terreno baldío y libre para el surgimiento de los rituales ciegos y las liturgias vacías. Con Copérnico el planeta dejó de ser el centro inmóvil del universo, la casa en la que habitan las criaturas de Dios, para convertirse apenas en un punto más entre los infinitos mundos del universo infinito. Con Darwin la criatura misma, el ser humano, dejó de ser la hechura a imagen y semejana de Dios, para devenir descendiente de un primate. Con Freud la consciencia humana, el hipocentro de la moralidad, se transforma en, apenas, la grieta de un volcán por el que fluye el magma del inconsciente. Si Maquiavelo llega a definir la condición del actor político como la de un centauro -mitad hombre mitad bestia-, Freud hace implotar los límites de la moral de su tiempo para dar cabida al pecaminoso fluido de los instintos, hasta entonces, ocultos bajo la custodia de la fe positiva. Y así las sociedades comienzan, cada vez más, a abandonar la figura del “trabajar para vivir” por la del “vivir para trabajar” en nombre del progreso, lo que hace que la conquista del derecho natural de gentes gire, dé una vuelta -una caída- en dirección hacia la barbarie del estado de naturaleza. El ángel ha caído, y con él los bucles y las paradojas posmodernas.

No extraña que, en una sociedad que ha hecho de la religión una poderosa corporación -y en honor de la verdad- mucho más dedicada al más acá que al más allá, puedan existir prelados más interesados en proteger las cuentas de ciertos déspotas en sus poderosas instituciones financieras que voltear la mirada para contemplar las miserias y los sufrimientos de toda una población que busca desesperadamente un Aleluya por la libertad. En su Galileo, Bertolt Brecht pone en boca del Cardenal Belarmino, presidente del tribunal inquisidor en el juicio abierto contra el astrónomo y físico italiano: “Debemos movernos con los tiempos. Si las nuevas cartas estelares basadas en una nueva hipótesis ayudan a nuestros marineros a navegar, entonces debemos hacer uso de ellas. Pero desaprobamos tales doctrinas como contrarias a las Escrituras”. La doble moral no es, definitivamente, moral. El ya popular y cotidiano “ese es el deber ser” oculta la mayor de las hipocresías existentes de una sociedad que se esfuerza por ocultar el desgarramiento que ha sufrido su espíritu. Es la carta marcada para el siempre conveniente laisser faire del mediocre funcionario, del vivaracho que se aprovecha del ingenuo o del necesitado.

Lo cierto es que el religare, la acción de reunir, de ligar la ciudadanía en función del bien común, no es el fuerte de este menesteroso presente. Quien a estas alturas llegue a pensar en el carácter “metodológico” o “epistemológico” de la ética, no solo demuestra su ignorancia, sino que se hace cómplice de las perversiones del entendimiento abstracto, con independencia de sus inclinaciones políticas e ideológicas. Ya Spinoza lo advertía: “La confianza y la desesperación nunca surgen, a menos que la esperanza y el miedo (de donde derivan su ser) los hayan precedido”.