Sin lugar a dudas hemos vivido una noche tan larga y tétrica que ha debido producir en nuestro inconsciente una especie de temor a que no amaneciera nunca. Hay una bella película suiza que trata ese tema, un pequeño pueblo perdido en las montañas, durante un muy severo invierno que hace que el amanecer se retarde insólitamente y que los pobladores comiencen a sentir horror a esa noche sin fin. Veinte años que han destrozado un país, la Constitución y los derechos humanos y también el autobús, la leche para el tetero, el aula de clase, los antibióticos y la luz eléctrica… todo. Y nosotros, ciudadanos, crecientemente hemos esperado que amanezca, el día radiante, el nuevo comienzo… pero no llegó en el momento ambicionando… tal vez en las semanas o los meses por venir… esto va para largo, o hasta nosotros no veremos el nuevo día… Muchos se fueron lejos, los niños crecieron, los hábitos cambiaron, hubo ricos más ricos y pobres más pobres, llovía porque siempre llueve, amábamos porque siempre se ama y aprendíamos la dura lógica del esperar y el desesperar, de endurecernos y reanimarnos. Nos acomodábamos como bien se podía, pues, al fin y al cabo, hay una pulsión de vida que inventa la vida. Bastante maltrechos, ensombrecidos, asediados por rufianes ambiciosos y sin escrúpulos. Y peleamos, muchos, algunos se fueron porque se puede escoger el propio bienestar o porque no tenían escogencia, la mayoría se quedó, que muchas veces era una forma de resistir la devastación, y muchos pelearon, marcharon, gritaron, escribieron, litigaron, hubo miles y miles de presos y de heridos tratados con saña, y centenares murieron de una bala artera. Y, coño, la mañana no llegaba.
Todo eso tiene efectos en la mentalidad colectiva, seguramente con muchas diferencias (de clase, etarias, de niveles de compromiso…), pero deja su huella genérica. Y esto me viene a la cabeza porque, como todos hemos visto, sufrimos de una rara modalidad de esa espera; pasamos de un prolongado estado de postración y desencanto a una masiva y enérgica postura de combate, de ansias de, ahora sí, abrir las puertas vedadas. Y eso pasó en semanas. No vamos a tratar de explicar las razones de este violento y vibrante despertar, ya se hará: hiperinflación desaforada, un liderazgo renovado y hasta ahora categórico y sin vacilaciones, una estrategia bien montada, una reacción internacional descomunal… ya habrá manera de encontrar su contextura.
Yo solo pretendo bosquejar una tonalidad que creo le da un especial perfil a esta nueva oleada de esperanza. Podría llamarse madurez al hecho de saber que, como nunca, tenemos la posibilidad de salir victoriosos de este lance, que el gobierno desde hace mucho se descompone y las condiciones políticas y sociales no le pueden ser más hostiles. Pero que también sabemos que podemos perder, y que ya sabemos hacerlo, tantas veces hemos caído, y esa derrota o un tiempo lento de desarrollo de los acontecimientos no implica sino eso, un hecho puntual, que en absoluto es una condena sino un momento de una historia que continuaremos porque es inevitablemente nuestra responsabilidad, ahora más que nunca. Osaría decir algo más concreto, ciertas modalidades novedosas de esta etapa, como la comprensión de la naturaleza pacífica y masiva de las grandes concentraciones o la necesidad de formas dialogales tendientes a limitar los costos humanos de los avances políticos y alentar posibilidades de reunificación y paz, tienen que ver con ese nuevo temple. Y con el hecho simple de que la generosidad es una virtud de los fuertes.
Pero en el fondo lo que va a contar es que ya sabemos incluso que la muy probable derrota de la tiranía no es sino un episodio de nuestra historia colectiva y personal, y que nuevos retos, con victorias y derrotas, alzas y caídas, nos aguardan. Son así los hechos de nuestra existencia que Nietzsche nos conminaba a amar por ser los nuestros, los únicos, el destino jubiloso y dramático de nuestro efímero pasaje terrenal.
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