“Leer es resucitar ideas sepultadas en el papel. Cada palabra es un epitafio, y para hacer esa especie de milagro es necesario conocer el espíritu de las difuntas y tener espíritus equivalentes que subrogarles”. Simón Rodriguez
La filosofía de la historicidad tuvo sus orígenes en el estudio solitario y humilde, paciente y meticuloso, de Giambattista Vico. Su concepción, filológica y filosófica, centrada en el devenir de ciclos históricos entretejidos en forma de un espiral abierto -a diferencia de la representación cerrada del “eterno retorno” nietzscheano-, fue concebida como la interconexión de continuas -y discontinuas- frecuencias “paralelas, pero no sincrónicas”, en las que pudo sorprender la aparición o manifestación (erscheinen) de la barbarie como resultado característico de los momentos en “ricorso” del movimiento inmanente de la historia. “Al cabo de largos siglos de barbarie -dice Vico en la Scienza Nuova- llegan a herrumbarse las malnacidas sutilezas del ingenio malicioso, que con la barbarie de la reflexión había hecho de ellos fieras más inhumanas de lo que lo habían sido con la primera barbarie del sentido”.
Walter Benjamin -a quien los necrofílicos suelen etiquetar en el catálogo “anti-historicista”- afirmaba que “no existe documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”. La impactante afirmación del filósofo alemán dejó de suscitar perplejidad para comenzar a cobrar conciencia histórica después de la Segunda Guerra mundial, especialmente después de Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki y Gulag, entre otras tantas muestras de crueldad perpetradas en nombre de la civilización y el progreso. Constancia objetiva de cómo la racionalidad instrumental puede llegar fácilmente a convertirse en locura criminal, cabe decir, en la más viva y auténtica expresión de una renovada barbarie de la reflexión. También el camino que conduce hacia el corazón de las tinieblas puede ser transitado invirtiendo los flechados de la historia.
Las formas vaciadas de contenido, inherentes a toda racionalidad instrumentalizada, oculta, detrás de su aparente neutralidad científica y de sus presupuestos “universales”, la misma violencia de piedras y huesos del mazo de la barbarie. De hecho, ella misma es barbarie reflexivamente sublimada y elevada a modo de vida, bajo cuyo dominio aún subsiste, clandestinamente, el ser de la civilidad. Claro que, respecto de la techné del antiguo “bar-bar” de los griegos, va quedando poco. Para ellos, un barbaroi designaba a todo aquel que no hablaba griego. Pero el hecho de no saber hablar griego no lo convertía en un extranjero (xénos). El bárbaro propiamente dicho designa a un cierto tipo de población extranjera carente de organizaciones representativas, regido por poderes autocráticos o por un mandato de linaje impuesto sobre los fámulos (de donde proviene el término “familia”). Se trata de pueblos en los que no existe ni justicia ni libertad, es decir, de pueblos carentes de ciudadanía. Y así lo asumieron los romanos de la República, antes de la construcción del Imperio. De hecho, barbarus es un modo de nombrar a todo aquel que desconoce por completo el significado (el contenido) de las palabras justicia y libertad. Pero el movimiento espiral de la historia es indetenible y las relaciones sociales van dejando marcadas sus huellas (le orme) con los pasos del tiempo.
Al penetrar otros territorios para “llevar la palabra” y ampliar las fronteras, el Imperio fue asimilando progresivamente las formas, los usos y costumbres, de los conquistados. Después de todo, el “llueve” o “no llueve” no funciona en la historia viva, a menos que sea impuesto como “ley” y que sustituya la realidad, que es, de hecho, una expresión “clara y distinta” de barbarie. Y fue entonces que se comenzó a dar por sentado el “nosotros” y el “ellos”, hegemón visible mediante el lenguaje, que ya desde entonces reflejaba la inversión especular del sí mismo en el otro. “Nosotros”, los racionales, los justos, los educados. “Ellos”, los irracionales, los crueles, los ignorantes. El veneno había surtido efecto, y ahora la “palabra” comportaba un nuevo significado, hasta devenir barbarie ritornata. El entendimiento abstracto iniciaba su dominio sobre el mundo, guiado por las manos manchadas de la negra (o roja, da lo mismo) tinta de la escolástica, la madre putativa de la Ilustración.
La fiereza y crueldad de la barbarie ya no es exclusividad de “los otros”. Quienes crean poder formar profesionales universitarios eliminando la investigación científica, la formación clásica y la autonomía, sustituyéndola por las “fórmulas”, la “didáctica” y la “metodología”, es decir, por un conocimiento al que se le ha extirpado el saber, un mero requisito formal para obtener un “título” de “tapa amarilla”, con el fin de incorporar a los futuros “profesionales” y “técnicos” a un mercado laboral ficticio o para engrosar aún más la miserable burocracia, ni sabe qué es educar, ni tiene idea de lo que es una universidad. Ni le interesa. Después de todo, la barbarie ha terminado por convertirse en el sentido común del presente, el más común de todos los sentidos, la auténtica lepra de la llamada civilización contemporánea, la “barbarie leprosa”, cuyo himno triunfal es el reggaeton.
La demediación -el partir o dividir en mitades, propio del entendimiento abstracto- es la objetivación de la conciencia desgraciada del mundo contemporáneo, la más palmaria expresión de la pobreza de Espíritu que gobierna sobre el ser social de la época. La hegeliana Gebrohene mitte. El “otro”, el enemigo de la civilización, el ente irracional y feroz, se ha internalizado: es el calvario que la actual civilización lleva por dentro. ¿Qué puede quedar entonces del viejo término de bárbaro en medio de este progreso regresivo, en el que las fuerzas productivas de la sociedad se han transmutado en fuerzas cada vez más autodestructivas? Pareciera que no sólo la barbarie se ha “civilizado” sino que la civilización se ha “barbarizado”. Es el respetado -temido- gánster vestido de regia seda en su mansión o en su camioneta blindada, que de lunes a viernes atiende los “negocios” desde el palacio presidencial, el tribunal supremo o el parlamento. Es el reconocimiento y la institucionalización de la gansterización de la cosa pública.
La barbarie ha devenido hija de la civilización, en tanto que ésta última ha devenido madre de la razón instrumental. La neutral enseñanza de cómo se enseña, sin que se sepa qué se está enseñando, la utilización de presuntos «mapas» o metodologías de la realidad social y política, que luego la convierten en un dato sin importancia, a los efectos del “procesamiento de datos” y la “simbolización binaria”, ni son neutras ni, mucho menos, inocentes. El mejor modo de destruir una sociedad consiste en aniquilar el ente generador del saber autónomo: la educación estética. Las universidades han sido desplazadas por cubos de Rubik, en los cuales ni se pone en duda lo existente ni se encuentran soluciones para los grandes problemas que aquejan a la sociedad. Y es que “ya no hay verdades por descubrir. Todo es un invento de la retórica humanista, cosas del pasado”. La verdad es que esta última expresión de la barbarie la confirma como la lepra de toda civilización.
@jrherreraucv