Quien haga un seguimiento cronológico de los hechos podrá constatarlo: el régimen se despedaza irremediablemente. Se desmiembra.
Al comienzo fueron líderes que, actuando de forma individual, se separaron del poder una vez que comprendieron su carácter antidemocrático y totalitario. Cuando se escriba la biografía de Luis Miquilena, por ejemplo, uno de sus capítulos más exigentes será sin duda el relato del cuidadoso proceso de rompimiento, por etapas, del que fue protagonista.
Miquilena escogió una manera de romper con el poder. En un primer momento fueron advertencias puntuales. Luego, señalamientos de carácter más amplio. Y así, cada vez con mayor sonoridad, hasta denunciar y enfrentar, de forma abierta e irreconciliable, al régimen entonces encabezado por Chávez. El método que llamo de rompimiento por etapas es, me parece, el que escogieron personas como Miguel Rodríguez Torres, ex ministro de Relaciones Interiores y Justicia; o la actual fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz.
Una posible lista de dirigentes políticos y sociales, funcionarios, ex ministros y viceministros, militares activos o en situación de retiro, que se han separado o han roto con el régimen chavista-madurista, es inmensa y cada día más extensa. Son numerosos los que dejaron sus funciones sin dar un portazo. Escogieron separarse en silencio. Centenares y centenares de ellos se refugiaron en otros países, por temor a la venganza del gobierno del que fueron parte o porque pensaron que fuera de Venezuela podrían disfrutar de la riqueza obtenida a través de la corrupción.
Esta tendencia es la antesala a otra, mucho más compleja, que tiene lugar en el cuerpo del poder: la conformación de mafias político-económicas que mantienen verdaderas luchas por el control del poder, el reparto de cargos públicos, los contratos del Estado, las plazas que quedan disponibles en las embajadas, la apropiación de beneficios como el de las divisas subsidiadas, las bolsas CLAP y otros.
Tras la muerte de Chávez, estas guerras internas se han acentuado. Las mafias se han organizado y se han galvanizado. Sus conductas son cada vez más duras. Sus apetitos, más desmedidos. A medida que la crisis económica se profundiza, que escasean las divisas, que los ingresos caen en picada, las mafias se endurecen, se fijan objetivos, definen sus estrategias de actuación.
El lector debe reflexionar sobre el desbordamiento de las mafias en nuestro país. Son múltiples: las de las cárceles, los puertos, los aeropuertos, la explotación minera, las bolsas CLAP, el reparto de divisas, la importación de medicamentos, la del Saime, las de las empresas de Guayana, las innumerables de Pdvsa, las de la petroquímica, la de la distribución y venta de gasolina, las de las aduanas, las del Seniat, las del IVSS, las de las cabillas, las del cemento, las de la Misión Vivienda, las que pululan en VTV, las de las distintas misiones, las de las inspectorías del trabajo, las del Sebin, las del Ministerio de las Comunas, las de los operadores del narcotráfico, las de los cuerpos policiales, etcétera, etcétera, etcétera.
El poder venezolano es, ahora mismo, el campo de batalla en el que centenares y centenares de mafias se disputan los últimos recursos de la renta petrolera, mientras en el país se producen a diario muertes por hambre.
Estas guerras, que por años ocurrieron de forma soterrada, han comenzado a hacerse visibles. Hay un crecimiento de la virulencia. Debo decir: un peligroso crecimiento de la virulencia. Nadie debe olvidar que la mayoría de estas bandas están armadas o están relacionadas con colectivos, paramilitares, grupos delictivos, milicias, cuerpos policiales y estructuras, como la de los secuestros, en los que confluyen delincuentes experimentados y uniformados con tropa. Los hechos que vienen ocurriendo en el estado Bolívar sugieren el peor de los escenarios: distintas facciones de ilegales, matándose por el control de los yacimientos.
Salvando las distancias y las especificidades, es inevitable pensar en lo ocurrido en Libia, donde el poder se desmembró en decenas de facciones políticas armadas. El odio y el desprecio que las bandas venezolanas tienen entre sí alcanza niveles que sorprenderían al más experimentado de los observadores. No hay que olvidar que todos luchan por el mismo botín, que se reduce cada día. A estas mafias no les interesa la política. Su única ideología es la de los hampones –la ANC es la expresión más elaborada de eso modo de pensar: imponerse como sea, incluso con un proceso electoral fraudulento–. Y, además, comparten un cultivado desprecio hacia Maduro. En el fondo nada los contiene. La torta de la renta petrolera, que despedazaron durante años, ha menguado.
¿Podrían estas mafias lograr un acuerdo de unidad? Es imposible: no hay divisas para todos. Hemos entrado en un proceso donde unas serán liquidadas y otras intentarán hacerse con el resto del botín. La desmembración continuará. Seremos testigos de luchas que podrían provocar una implosión.