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Autocrítica

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He conocido a varias Lady Bird en mi vida. Seguramente ustedes también. Son chicas rebeldes de instituto que enamoran a cualquiera con sus maneras irónicas, menudas y sutiles. Por eso el universo que retrata Greta Gerwig no me resulta ajeno o distante.

Creo que ahí radica parte del éxito de su filme, que rápidamente deviene en fenómeno de culto. En una primera mirada por el streaming pirata, la película me encontró saturado de la oferta de temporada de premios. Pensé que el hype se equivocaba al endiosarla, que la Academia se apuraba en consagrarla para complacer a las barras bravas del Me Too, que mi trabajo era llevarle la contraria a la matriz de opinión.

Así operamos los críticos. Algunas veces la invocamos, en otras la erramos a escasos metros de la portería.

En retrospectiva y después de volver a atajar a Lady Bird en la cartelera, estimo que fallé en mi evaluación precoz de la cinta, calificándola de hermana menor de Las vírgenes suicidas de Sofía Coppola, de las Tragedy Girls del indie políticamente incorrecto, de las Twenty Century Women del Festival Sundance.

Objetivamente, la pantalla grande amplifica los logros de la película en los apartados de fotografía, guion y dirección. En cambio, la experiencia de ponderarla en el monitor de una computadora no funcionó en mi caso. Los planos se achicaron, los colores perdieron definición, hasta los focos resintieron la falta de nitidez. Encima, el contexto multitasking estimula el déficit de atención.

Dentro de la sala pude percibir un largometraje distinto, más cercano, humano, inmersivo y complejo en su aparente liviandad. En rigor, una pieza que engloba lo que su autora quiso proyectar cuando la concibió en la fase de producción.

Fellini tenía razón: las cajas chicas mutilan el empeño de los realizadores por defender la exhibición de sus obras en formato panorámico. A Federico le molestaban las deslucidas transmisiones de su cine en la cadena de televisión de la RAI.

En consecuencia, el cambio de dimensión sí afecta el consumo de los contenidos audiovisuales. La actual promiscuidad mediática conlleva enormes beneficios, pero también cualquier cantidad de vicios y defectos. Por tanto, la especificidad de cada propuesta estética debe preservarse con ahínco en su determinado contexto de proyección. 

De tal modo, captamos la esencia de Lady Bird en un multiplex de Caracas. Lastimosamente, la crisis y la bomba inflacionaria desaniman a los espectadores a comprar los boletos y los combos de cotufa. Alrededor privan la soledad, la venta de escasas entradas, las caras de preocupación ante los precios, las limitaciones económicas de la pésima banca en línea. Todo culpa del fallido modelo de la dictadura.

En los noventa no era así. Recuerdo ir en día semana al Miniteatro del Este y disfrutar de auténticos llenazos.

William Niño Araque me dijo que la cultura urbana se activa por las dinámicas de un mercado sano, en el que además hay seguridad. Hoy la depresión y el hampa aniquilan el sueño republicano de democratizar la cultura a través de la expansión de su demanda. El chavismo involucionó la historia del país, regresándolo a un período de diferencias sociales abismales y de prácticas prohibitivas.

Gozo, con complejo de culpa, del privilegio de darme el lujo de adquirir el ticket de Lady Bird. Me gustaría que Venezuela recobrara su tradición de prosperidad democrática, para que las salas de cine volvieran a ser una fiesta.  

Entre tanto, celebro que Greta Gerwig filme con personalidad un retrato de su generación, negada a superar el síndrome de Peter Pan y nostálgica de su pasado. Una insatisfacción que describe el estado del tiempo millenial.

La chica abandona el nido, al final del trayecto. Pero extraña la casa y a la madre. Mérito de Lady Bird: reconciliar ambos sentimientos en su argumento melancólico de raigambre hipster.

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