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Auge y caída del populismo

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El avance del populismo en las últimas décadas ha sido apreciable en ambos lados del Atlántico. Como inclinación manifiesta de liderazgos emergentes, es lugar común entre aspirantes a cargos de elección popular, aunque tiene sus grados de profundidad y, dependiendo del caso, será o no una advertencia para la realización práctica de la democracia liberal.

La participación política de los electores en decisiones trascendentales para la vida en sociedad ha sido también objeto de manipulación populista. Se sugiere la realización periódica de procesos referendarios, no como apertura de espacios al debate popular entre ciudadanos, sino con el determinado propósito de ratificar lo que juzga el líder como interés genuino del pueblo soberano. Así la moda del referéndum popular se expandió en Europa y en Latinoamérica. Venezuela rompe todas las marcas en esa materia, pero la siguen Bolivia, Ecuador, Colombia, Grecia. Hasta el Reino Unido sometió a referéndum su permanencia en la Unión Europea, igual Cataluña para separarse de España o Escocia del Reino Unido. Un arma de doble filo, sin duda.

Al populismo suele vérsele como amenaza, aunque igualmente como posible correctivo de las políticas públicas que toman distancia de las necesidades y aspiraciones de la gente común. Obviamente que existe una relación cercana entre populismo y democracia. De suyo esta tendencia del liderazgo político puede develar las verdades sobre un régimen apartado del ideal primigenio de soberanía popular. Sin embargo, los partidos populistas se anulan a sí mismos tan pronto ganan una elección y alcanzan el poder público; nadie protestará contra su propio gobierno, aquel que comúnmente exhibe tres rasgos característicos: los intentos de secuestrar el aparato del Estado, la corrupción y el clientelismo masivo (intercambio de beneficios materiales o favores burocráticos, por apoyo político de ciudadanos convertidos en clientela del partido oficial). Y a ello se añaden sus esfuerzos sistemáticos para suprimir a la sociedad civil. Naturalmente, muchos gobiernos autoritarios harán gala de similares empeños. La diferencia consiste en que los populistas justifican su conducta alegando que solo ellos representan al pueblo. Y la corrupción rara vez parece golpear al liderazgo populista (recordemos a Erdogan en Turquía o al austríaco Jorg Haider). A los ojos de sus seguidores, “lo hacen por nosotros”, el único y auténtico pueblo.

Esta caracterización de los gobiernos populistas, de sus tendencias, actitudes y aspiraciones, es importante que se comprenda en esta hora crucial que viven los pueblos de América y de Europa. Venezuela sucumbió a las tentaciones del populismo extremo y de allí que hoy se vea envuelta en este grande y sobre todo anticipado desastre. Chávez sintió y así lo ratificaron sus seguidores, que solo él y nadie más que él encarnaba al pueblo. Su voluntad se cumplía con prescindencia de procedimientos normativos y los poderes públicos en manos de representantes del partido de gobierno, se sometían sin reparo a sus disparatados dictámenes. Algo nunca visto en los 40 años de democracia que precedieron su primera elección como presidente de la República. El control parlamentario sobre las demás instancias del poder público ha sido desde entonces prácticamente inexistente. Lo mismo sucede con el control fiscal. Aun bajo fundadas sospechas de malversación de fondos, en Venezuela no pasa nada, nadie reclama ni pide cuentas. Esto tampoco se conoció a tales extremos en tiempos de la democracia puntofijista. Sin querer con ello decir que en Venezuela todo se hacía bien antes de la llegada del populismo extremo; de hecho y así lo hemos sostenido reiteradas veces, lo que sucede en el país desde 1999 tiene antecedentes en despropósitos manifiestos y yerros cometidos en períodos anteriores.

Pero hay algo que debemos resaltar como corolario de nuestros comentarios: a finales del último siglo no atinamos comprender que nuestro sistema de libertades públicas, con todos sus defectos y sus carencias, había sido una verdadera conquista que nos liberó como nación de una larga y doliente trayectoria de guerras civiles, dictaduras y arbitrariedades en todos los órdenes de la vida. No caímos en cuenta como sociedad formalmente democrática, que aquel régimen protector de derechos individuales podía perderse en las fauces del populismo extremo. Nos convertimos pues en historia triste de despilfarros y desencuentros, en damnificados de esa tendencia sinuosa, siempre alevosa y a veces imperceptible en sus verdaderos deseos de aniquilar lo esencial de la democracia. Y no es calamidad privativa de sociedades menos desarrolladas; también las naciones cultas han sido expuestas a las pestes del populismo. O es que ¿acaso Alemania no lo era cuando el führer-canciller asumió el poder público por medios pacíficos en 1933-1934?

Los populistas avanzan en sus ofertas convincentes ante todo de quienes se sienten marginados o abandonados; apelan al resentimiento y al facilismo que amparan tantas promesas y canonjías, devoradoras de toda viabilidad fiscal y que igualmente abrogan posibilidades de bienestar sostenible. Pero ¿de dónde provienen estos líderes, qué factores determinan sus éxitos políticos, quienes los eligen? Baste por ahora decir que son producto del hundimiento de la clase política dominante, de reiterados y a veces imperdonables errores del gobierno en funciones, de apatías e insensibilidades sociales ante las crecientes necesidades de los menos favorecidos. No es que sean virtuosos e ilustrados, antes bien, solo son habilidosos lectores de un momento político que les brinda oportunidades de alcanzar y consolidar cuotas de poder. Lo que viene después de las euforias electorales ya lo hemos visto. Pero igual el populismo viene atestado de contradicciones y sobre todo pringado del germen de su propia autodestrucción. Una caída que será temprana o tardía según los casos y circunstancias, de lo que va a depender la magnitud del daño infligido a la sociedad.

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