I
En abril de 1948, en los puertos venezolanos se encontraban 20 barcos cargados de emigrantes canarios esperando una decisión del gobierno para ser aceptados en el país. Durante los primeros días de diciembre de 1949 se contabilizaron 23. En 1950 se produjo un acontecimiento que conmovió a la opinión pública. La llegada a La Guaira a bordo del Telemaco, un motovelero con capacidad para 25 personas que había salido de La Gomera, Canarias, con 170 hombres y una mujer. Es decir, desbordado 7 veces por encima de su capacidad.
Es lo que cuenta en su libro La emigración española en América: historia y lecciones para el futuro, María de Los Ángeles Sallé Alonso. Venezuela era el destino soñado por buena parte de los emigrantes europeos. Especialmente portugueses, italianos y españoles que llegaron por miles. Luego, en los años sesenta y setenta, vinieron oleadas de colombianos, más peruanos y ecuatorianos, y más tarde el exilio político de las dictaduras militares del Cono Sur.
En Venezuela había condiciones fundamentales para rehacer la vida. Trabajo, buenos salarios, posibilidades de crear empresas y, después de 1958, para los suramericanos, una democracia abierta que condenaba los golpes de Estado y los gobiernos militares.
Entonces éramos un país receptor de inmigrantes.
II
El 13 de septiembre de 2017 el diario La Opinión, el más influyente de la ciudad de Cúcuta, la capital del departamento Norte de Santander, titulaba “70.000 venezolanos han cruzado la frontera”. Se refería a los que cruzaron para quedarse a vivir en Santander. Porque las cifras indican que más de 2 millones han entrado en búsqueda de alimentos y medicinas y, luego, retornado al otro lado del río Táchira.
Acá la inmigración venezolana, como en el resto de Colombia, se ha convertido en tema recurrente en los medios. La semana pasada, en su edición del 3 de septiembre, el diario El Tiempo de Bogotá presentaba un análisis llevado a cabo por la Universidad del Rosario con base en las encuestas de hogares del DANE, la institución estatal de estadísticas. El equipo del Rosario encontró que en dichas encuestas se han detectado casi 350.000 venezolanos asentados en el país a partir de 2011. Se refiere, por supuesto, solo a los asentados legalmente.
Por la tarde, frente al centro comercial Ventura Plaza, una de las atracciones turísticas de la ciudad y su templo de consumo, nos encontramos con una familia venezolana que pide ayuda. Mamá, papá y dos niños, creo, entre 2 y 5 años de edad, creo. No parecen indigentes. Pero obviamente mendigan.
En vez de dinero piden pañales. O “un pancito”. O, y en ese momento tragué amargo, “una bolsita de Harina PAN”. Pienso: mientras los nuevos ricos rojos pasean sus 4×4 gigantescas en las calles de Caracas, los nuevos pobres venezolanos piden ayuda humanitaria a los colombianos.
Una señora cucuteña regresa adonde la madre. Una mujer morena, pequeña y enjuta de aproximadamente 30 años. En vez del pañal que le pidió, la cucuteña, setentona creo, le trae una bolsa completa. La venezolana se pone a llorar. La cucuteña, con esa dulzura que tiene el habla santandereana le dice: “Tranquila mija, ya pronto vamos a salir de eso”. Y la abraza.
Ahora somos un país de emigrantes. Y de nuevo pobres.
III
Hoy es jueves 14 y mientras escribo esta columna escucho la radio. Un empresario habla del esfuerzo que están haciendo los dueños de restaurantes para darles almuerzo a los venezolanos “de calle”. El embajador de Brasil en Colombia hace una visita al puente internacional, el que une San Antonio con La Parada. Ha venido, declara a la entrevistadora, a «aprender cómo los santandereanos resuelven el problema humanitario con los desplazados venezolanos”. 26.000 venezolanos, dice Tarsicio Costa, se han ido a Brasil, especialmente a los estados de Amazonia y Roraima, buscando mejores condiciones de vida. Y en una frase que me conmueve, agrega: “Los brasileños queremos hacer que no la pasen tan mal”.
Venezuela ya no se divide entre chavistas y antichavistas. Venezuela se divide entre nuevos ricos y nuevos pobres. Las señoras de los pañales en Cúcuta lo saben bien. Jorge Rodríguez de compras por las más sifrinas calles de Ciudad de México también.
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