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“Soberano es quien resuelve el Estado de Excepción”
Carl Schmitt, Teología Política I
Nihil novum sub sole. No hay nada nuevo bajo el sol, dijo el Eclesiastés. Nos mordemos el rabo. Considerando las debidas distancias y conscientes de que toda comparación suele resultar odiosa. Quien lo dude, puede revisar los hechos de mayo de 1817, en medio de una república sin gobierno, dominada por las tropas realistas, con los vencidos y acorralados republicanos puestos entre la espada y la pared. Los ingleses le recomendaron a Cortés de Madariaga, el prócer chileno popularmente conocido como el cura Madariaga que regresaba de Ceuta, donde fuera confinado con otros patriotas en julio de 1812 por Monteverde, el jefe de las tropas realistas que pretendían recuperar la provincia, formar gobierno, que el ilegítimo imperante por medio de la fuerza de las armas que se había llevado por delante a la primera república y sumido a la naciente nación en un pantanal de sangre, debía ser extirpado. Ese nuevo gobierno, legítimo por su origen, podría ser auxiliado por la corona inglesa, Estados Unidos y todas las naciones dispuestas a venir en auxilio de los venezolanos, como se lo aseguraran textualmente los ingleses, que estaban a la espera del gobierno legítimo. Mientras, Simón Bolívar luchaba desde Angostura por dirigir la reconquista y asumir el liderazgo pleno del futuro gobierno. El gran político de la circunstancia, perfectamente consciente de que la esencia de lo político era el letal enfrentamiento amigo enemigo. Sin medias tintas, cobardías y tartufadas.
Ante el vacío de poder, el cura Madariaga creyó llegado el momento de cumplirle a la república y satisfacer sus propias ambiciones, adelantándose a Bolívar. Procedió a conquistar el respaldo del liderato oriental, con el general Mariño a la cabeza, reunió a los mejores en el pueblo de Cariaco y le dio vida al llamado Congreso de Cariaco. Que la cosa iba en serio lo testimonian los nombres de los participantes: el general Santiago Mariño, el almirante Luis Brión, el intendente general Francisco Antonio Zea, el propio canónigo José Cortés de Madariaga, Francisco Javier Mayz, Francisco Javier de Alcalá, Manuel Isava, Francisco de Paula Navas, Diego Bautista Urbaneja y Manuel Maneiro. La flor y nata de la desbancada república.
Indignado y seguro de que el momento no estaba para congresos, comisiones ni otras caprichosas invenciones de principiantes que sirvieran de alimento a las voraces ambiciones de espurios liderazgos, sino para el enfrentamiento y la guerra llevada a cabo por grandes guerreros y estadistas, Simón Bolívar rechazó con desprecio la oferta de sumarse a la iniciativa del chileno, descalificó la iniciativa a la que bautizó, apartándola para siempre de un solo manotazo, de “congresillo”, y visionario como era escribió, siempre obsesionado por el futuro e indispuesto a tolerar toda marrullería de mediocres y segundones correveidiles : “…El canónigo reestableció el gobierno y ha durado tanto como el casabe en caldo caliente… Nadie lo ha atacado y se ha disuelto por sí mismo… Aquí no manda el que quiere, sino el que puede” .
Lejos de mi pretender comparar al actual congreso de la República y la Asamblea Nacional con el congresillo de Cariaco y al inerme presidente de su directiva con el ambicioso e inexperto cura Madariaga. Sí me interesa destacar los evidentes paralelismos entre ambas gravísimas circunstancias históricas: 1) la República ha caído en absoluta acefalía; 2) conviven dos poderes, uno legítimo aunque destronado, que combate por vencer a los invasores y restituir la plena soberanía republicana, con un poder ilegítimo, producto de la fuerza bruta y la intromisión de un poder extranjero, que busca entronizar una hegemónica tiránica sin retorno; 3) las fuerzas republicanas se dividen entre quienes creen posible reconquistar el poder mediante argucias leguleyas, como en su momento el congresillo, y quienes saben que el poder invasor solo puede ser derrotado por la fuerza; 3) La república estaba asistida por los dos poderes más importantes de Occidente: Inglaterra y Estados Unidos, que recomendaban la restitución del Estado de Derecho sobre la base de un gobierno plenamente legítimo; el actual Congreso cuenta con el respaldo unánime de todas las fuerzas del hemisferio y de Occidente, que instan al ilegítimo Nicolás Maduro a delegar el poder en la Asamblea Nacional, único poder legítimo que debiera encargarse de formar un gobierno de transición, al que todos esperan. Y en el que confían la resolución de esta grave crisis.
En ausencia de un estadista y guerrero capaz de resolver la encrucijada por medio de la fuerza de las armas, aunque asistido por la más espantosa crisis humanitaria y la debacle política, social y económica de nuestra historia independiente, contando con el respaldo prácticamente unánime de la ciudadanía y la disposición expresa y declarada de las naciones aliadas dispuestas a intervenir por todos los medios que fueren necesarios, ¿qué hará esta nueva directiva asamblearia? ¿Ceñirse estricta y ordenamente al orden constitucional, asumiendo su recién designado presidente el mando de la República, tal como lo demandan y recomiendan los gobiernos de los países miembros del Grupo de Lima y el secretario general de la OEA, doctor Luis Almagro, para proceder en el lapso para ello establecido a convocar y efectuar las debidas elecciones presidenciales? ¿O diluirá el imperativo constitucional, histórico político, de resolver la crisis de excepción asumiendo con decisión y voluntad la soberanía vacante, mediante argucias y triquiñuelas formalistas, en el clásico vicio en que incurre el liberalismo, según lo definiera Carl Schmitt, que puesto ante una coyuntura crítica que demanda cortar el nudo gordiano de un enfrentamiento mortal corre a constituir comisiones de diálogo y discusión para que analicen la crisis? ¿Corresponderán los miembros de la Asamblea y sus partidos a la definición que les endilgara el constitucionalista alemán a los políticos tradicionales, conservadores, liberales y socialdemócratas como legítimos miembros de una “clase discutidora”?
Faltan algunas horas para que, con la espada otorgada por el Grupo de Lima y haciendo uso de lo que ordena y manda nuestra Constitución vigente, la directiva de esta asamblea recién designada corte el nudo gordiano del poder y restablezca el Estado de Derecho. ¿Lo hará? Solo me cabe citar el artículo Artículo 11 de nuestra Constitución: «¿Juráis a Dios y prometéis a la patria observar y defender la Constitución y las leyes de la República, y cumplir fielmente los deberes de vuestro destino? Si así lo hiciereis, Dios os ayude, y si no, Él y la patria os lo demanden».