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Argumento sin término

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Los demócratas esenciales defendemos la entereza del voto popular como sustancia de una libertad de elegir periódicamente ejercida por todo buen ciudadano. Un derecho que igual entraña un deber de participar en los procesos electorales válidamente convocados, esto es, con arreglo a las normas y competencias que consagra el ordenamiento jurídico vigente. Y en ese orden de ideas resulta enteramente explicable que muchos insistan en la oportunidad que ofrece el sufragio, o la fórmula idónea y civilizada para dirimir controversias en el ámbito político. Como hombres y mujeres de buena voluntad, queremos confiar en la suficiencia de la democracia para enderezarse a sí misma; no somos partidarios de arrebatos ni correrías ajenas al adecuado desempeño de las instituciones, naturalmente, cuando este fuere posible. En casos como el venezolano de nuestros días convulsos, se plantea el dilema de participar o no en eventos electorales, de hacerse parte del proceso por mera intuición pragmática, o confrontarlo con la determinación de quien no se doblega ante inadmisibles presiones y anomalías.

Una vez más advierten que Venezuela se emplaza en una terminante encrucijada, que se juega el futuro y que de la elección convocada por el gobierno en funciones dependerá la suerte de un pueblo que, como diría el maestro Gallegos, todavía “ama, sufre y espera”. ¿Cuándo no hemos estado como nación ante una encrucijada? Solo que en esta ocasión los términos son distintos: una tasa de inflación nada más y nada menos que la más alta del mundo, factor que empobrece a todos y en especial a los menos favorecidos, quienes viven en estado de mendicidad o se sostienen de los desechos sólidos que escarban en pueblos y ciudades confiscadas por la barbarie; una suerte no menos dolorosa y agobiante para los asalariados en moneda de curso legal, quienes apenas consiguen productos básicos a precios cada vez menos accesibles en un mercado cuyos insumos dependen de las importaciones; un clima de inseguridad personal y jurídica de veras atosigante, al cual se añaden controles y amenazas de toda suerte, diluyentes de toda posibilidad de emprendimiento factible por parte de agentes económicos diezmados en su aptitud para proveer de bienes y servicios a la población; y como corolario de todo esto, el gobierno se aferra al dogmatismo que ha dado al traste con las riquezas del país y sobre todo con sus oportunidades de competir y de trascender en nuestro mundo contemporáneo.

La alternativa electoral no existirá realmente mientras no exista libertad de elegir, mientras no prevalezcan los fundamentos de un Estado de Derecho sustentado en instituciones transparentes y confiables. A qué engañarnos, si lo que está planteado es un ejercicio enteramente controlado por quienes no están dispuestos a ceder sus prebendas, aun con prescindencia de los resultados verídicos que quizás nunca llegaremos a conocer realmente, como ha sido el caso en anteriores convocatorias. Todavía no sienten la necesidad de avenirse a un acuerdo razonable entre factores políticos, tal y como corresponde a verdaderos demócratas. No caigamos en el engañoso espejismo de quienes, con simulado optimismo, insisten en las bondades de la oportunidad que subrepticiamente nos brindan para salir de la crisis. El país seguirá hundido en su piélago de calamidades de toda suerte, en su cabal aislamiento, hasta que el destino se imponga. Y se va a imponer con dureza para con todas las partes involucradas; todos en alguna medida somos responsables por error u omisión de cuanto nos pasa.

Aunque a estas horas probablemente haya concluido el proceso conforme lo previsto por el convocante o, quizás bajo alguna sorpresa que igual tarde o temprano encontrará su acostumbrado remedo, sigue siendo inevitable afrontar el dilema que nos abruma. Coadyuvar o desasistir la trama que continuamente propone el oficialismo en cualquiera de sus expresiones seudoinstitucionales. En las últimas semanas, se han acometido fuertes razonamientos en favor y en contra de ambas posturas. Argumentaciones sin término visible y que devienen en discusiones a veces infecundas, que poco o nada resuelven ante tantas urgencias. Pero para los verdaderos demócratas se trata de preservar, contra viento y marea, los principios y valores de la democracia; aquí no puede haber concesiones. Jugar el juego de la antipolítica no puede ser en modo alguno aconsejable; sucumbir ante las amenazas de los agavillados tampoco lo es. Ya hemos visto cómo en cargos de elección popular se gana perdiendo espacios, facultades y capacidades de actuar con arreglo a la propia investidura; allí está la asamblea nacional constituyente con todo su desparpajo, encajada en la escena política y con plenos poderes para autorregularse, como lo viene haciendo desde su contestada instalación. No caigamos, pues, en cómplices complacencias en nombre de un pragmatismo político que no evitará nuestro mayor hundimiento como sociedad democrática. Ojalá estemos equivocados.

Creer y confiar en la democracia, en el poder del voto popular libremente ejercido, no está reñido con la postura de quienes se resisten a participar en eventos bastardos. Es probable que sigamos imbuidos en recurrentes llamados a las urnas de votación; así gobiernan los populistas extremos. Hemos insistido en que la libertad de elegir, el respeto a la Constitución y leyes vigentes y el acatamiento a las instituciones legítimas son esenciales al espíritu republicano. Un planteamiento que se sujeta en la firmeza de quienes no claudican ni se dejan arrastrar por interpretaciones indulgentes de aquellos que intentan sobrevivir a los desplantes de la incultura política.

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