Fue Antonio de Mendoza y Pacheco, un político y militar que había pasado su juventud en la Granada ocupada desde los reyes católicos, a quien Carlos V encomendó la creación de un Estado en las colonias americanas, cosa que hizo como primer virrey de la Nueva España y segundo del Perú. El Virreinato de la Nueva Granada, cuyo modelo ideó, duró justo un siglo, con 17 funcionarios, pretendidos creadores de las oligarquías que gobernarían a Colombia hasta la manufactura de la Constitución del 91, con el arbotante del M-19 y los deseos de los narcotraficantes, liderados por Pablo Escobar.
Se olvida ahora que la colonización española fue una empresa privada. Empobrecidos de los reinos de Castilla, Andalucía o Extremadura; bandidos, labradores, pequeños comerciantes y vagabundos de las guerras imperiales se lanzaron a América en procura de fama y fortuna. Armas y capitales, todo, menos la organización, vigilancia y administración, que ejercía el Estado español, lo aportaron los conquistadores, los exploradores y los colonizadores. Se sabe que solo en el siglo XVI llegaron cerca de 220.000. Pero fue en torno a la institución del Virreinato que creció la oligarquía colonial, una minoría que se nutría de las compensaciones por la participación y valor en las luchas contra los rebeldes naturales con cargos administrativos, encomiendas y títulos de nobleza, obtenidos además mediante compra directa, de tal manera que la corona, al enterarse del ascenso al poder que obtenían los criollos, decidió que la burocracia virreinal fuese importada desde la península cada vez que se cambiaba el virrey.
El sostén de esta oligarquía colonial fue la República de Indios inventada por el virrey Francisco de Toledo. Constituida a partir del despojo de la nobleza indígena, el sector que cargó con el enorme aparato tributario virreinal fueron los indios del común, que repartidos y encomendados eran explotados en la mita minera y agrícola. Fueron segregados en apartados pueblos, lejos de los españoles y el criollaje, para facilitar la tarea misionera y al contabilizar el número de individuos, valorar el tributo que debían entregar a los corregidores, en especie, dinero o aceptando créditos forzosos.
Y de entrepan, los criollos y los mestizos, que terminaron heredando los vicios y virtudes de los virreinatos y el Estado español, pero inhabilitados para ocupar cargos públicos, así controlaron los cabildos y la extensa burocracia, con las prohibiciones borbónicas el sentimiento anticolonial estallaría en XVIII. Según el censo de 1778, eran como 400.000, circundados hacia arriba por 200.000 “blancos” y hacia abajo por 75.000 negros esclavizados.
El paradigma de esta bien incubada y nueva oligarquía fue en Santa Fe Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varaes Maldonado de Mendoza y Olaya, el hombre más rico de la Nueva Granada. “Había heredado de la Conquista, dice Antonio Caballero, una enorme encomienda en la sabana, aumentada con tierras de los resguardos indígenas y transformados en hacienda ganadera de engorde y de cueros, era dueño de una docena de casas y terrenos, manejaba negocios con España, había ocupado todos los cargos públicos posibles para un criollo y comprado el título de marqués…”
Oligarquía a la que pertenecía el caucano Camilo Torres y Tenorio, autor del memorial de agravios contra la corona, que vino a conocerse 30 años después de su fusilamiento, la madrugada del 5 de octubre de 1816, ordenado por Pablo Morillo durante el Régimen de Terror, quien puso, al menos, a 125 “ilustres” ante el pelotón de fusilamiento. Torres, que despreciaba los mestizos, consideraba los suyos “tan españoles como los descendientes de don Pelayo”. Y el “sabio” Francisco José de Caldas entendía “por europeos, no solo los que han nacido en esa parte de la tierra, sino también a sus hijos, que conservando la pureza de su origen jamás se han mezclado con las demás castas. A estos se conoce en América con el nombre de ‘criollos’, y constituyen la nobleza del nuevo continente cuando sus padres la han tenido en su país natal”.
Los Torres, Acevedo, Lozano, Gómez, Morales o Carbonell, primos, hermanos, yernos, cuñados, tíos y sobrinos del uno y del otro, apenas lograron dar una paliza a José Llorente, el dueño del florero, y de no ser por las chusmas de artesanos, tenderos, revendedoras, los estudiantes y las vivanderas que pusieron presos al virrey y la virreina y pedían a gritos un cabildo abierto que eligiera una junta de gobierno sin gachupines, nadie les recordaría. Porque al día siguiente, los mismos Lozano, Torres y Acevedo liberaron al virrey y le invitaron a presidir el nuevo gobierno, para luego darse a la fuga. “La Patria Boba, dice Caballero, fue un vasto incesto colectivo”. En los cinco años de existencia hubo once presidentes, que eran a su vez abogados, hacendados o canónigos. Todos fusilados en la Reconquista, los próceres de la Independencia que nos dio Bolívar, con un ejército de mestizos, mulatos, negros e indígenas.
De la derrota de Bolívar surgiría el arquetipo oligárquico que gobernó hasta el Frente Nacional y la República del Narcotráfico, y que resucitaría, con inaudita ferocidad, en los ocho años de Juan Manuel Santos. Una estructura que a los vínculos de sangre, sumó la ideología leguleya de Francisco de Paula Santander, que ha conducido a más de una de las variadas guerras nacionales, y ciertamente, al medio siglo de aspiraciones tiránicas que a nombre del pueblo ejecutó criminalmente esa camarilla de la guerra llamada FARC. Si hacemos un escrutinio, no de los 117 presidentes que ha tenido la república, sino de los miembros de sus gabinetes ministeriales y los vínculos de sangre de sus burocracias, bien puede diseñarse el prototipo de los árboles oligárquicos que han sometido a Colombia, incluida, bien seguro, la banda que cogobernó, desde el terror, entre 2010-2018. Una nación agobiada por una historia de violencia y crimen por causa de la corrupción e incompetencia de sus oligarquías, donde el gran empleador ha sido, desde la Colonia hasta el presente, el delito.
La Historia de Colombia y sus oligarquías, un robusto volumen de pasta dura, con una cubierta de letras doradas en relieve xilográfico al estilo de la Dinastía Tang, profusamente ilustrado con sátiras a todo color, –impreso y difundido en línea por el Ministerio de Cultura de la terrateniente caucana Mariana Garcés Córdoba, que ha persistido ejerciendo el dedazo los ochos años del reinado de su patrona, Primera Dama de la Moda–, ha sido recibido con alborozo por los sectores de la zurda mamerta y farcsiana, y con sorna y desprecio por el establishment, que sostiene no es un libro de historia sino una parodia de los acontecimientos memorables de la patria, porque Caballero Holguín no ha consultado cifras, ni estudios, ni hace comparaciones internacionales, e ignora que “el ingreso y la calidad de vida de los colombianos son hoy más altos que nunca, y que su pobreza es la más baja de la historia”.
Ignoran estos críticos que bien iniciado el Frente Nacional, durante el segundo año del gobierno del gran oligarca Alberto Lleras Camargo siendo ministro de Educación Jaime Posada, se abolió la historia nacional y la lectura de textos literarios y se combatió la memorización de textos poéticos y políticos, considerando que tanto uno como los otros fomentaban la violencia social. Dos décadas después, el ministro de Educación Carlos Holmes Trujillo, del gobierno de César Gaviria, puso énfasis en la tecnologización del currículo, convirtiendo despojos de la informática, electrónica, mecánica y biotecnología en los nortes del progreso educativo. La economía naranja de finales del siglo, la incultura como mercancía. La universalización de la Educación Básica, como lo había anunciado Arnold Toynbee en A Study of History, ha sido en Colombia una esclavización intelectual, porque el contenido de la cultura se ha empobrecido a medida que se desvincula de su tradición para hacerse accesible a las masas. Ya Rafael Uribe Uribe, como si fuese un heraldo del maoísmo, en 1907 preguntaba para qué servía en la Colombia de la Belle Epoque el estudio de la filosofía, historia, literatura, periodismo y educación, disciplinas que transmiten los pensamientos y realizaciones del pasado, si lo que había que hacer era crear fábricas, dedicarse a la agricultura y la ingeniería civil para hacer mejores caminos y olvidar el pasado, que traumatizaba el futuro. Holmes Trujillo prometió crear 600.000 cupos de primaria en 10.000 escuelas nuevas, pero apenas pudo regalar 80.000 cartillas de la Constitución del 91 que había creado la mafia, la subversión y la oligarquía, ignorando, desde la niñez hasta las licenciaturas, la historia y la sintaxis y la prosodia con la cual habían dado lustre a esa République de professeurs, que habían liderado la nación antes de la quimera del Frente Nacional y cuya única y última gran generación fue Mito.
El libro de Caballero Holguín no es un tratado ni un manual de historia, resultado de investigaciones y valoraciones prolongadas de lapsos y sucesos de Colombia, a la manera de Arturo Abella, Abelardo Forero, Jaime Jaramillo o su contemporáneo Jorge Orlando Melo, con quien se le ha contrastado ignorando que tuvo una beca de diez años en la Biblioteca Luis Ángel Arango, con decenas de asalariados públicos a su servicio que esculcaron todo lo habido y por haber sobre la historia de Colombia, sino la industria de una deliciosa diatriba contra los abusos de las oligarquías que nos han gobernado, con una eficacia estilística digna de León Bloy o Schopenhauer y bajo el influjo de sus maestros Baltazar Gracian, Diego de Torres y Villarroel, Mariano José de Lara y sin ninguna duda, Jorge Luis Borges.
La historia de las oligarquías de Caballero es una obra de arte que se sustenta en una verdad histórica del tamaño del horror que hemos vivido. Una pieza literaria resultado de la invención de un estilo que ligando el texto a la imagen ya había ejercido en sus maravillosos Paisaje con figuras o Los siete pilares del toreo, inundados de ese corto fraseo entre grotesco y melancólico que teje una ironía culta y despiadada. No en vano ha declarado: “De la derecha me gusta el arte, donde la izquierda ha sido estéril. El gran arte ha estado al servicio del trono y del altar. La gran literatura ha cantado la gloria de los dioses y celebrado las hazañas de los héroes y a veces las penas de los abandonados. La gran arquitectura está en los templos de Egipto y Grecia, en las mezquitas de Estambul y Córdoba, en las catedrales y los palacios de Europa. Allá están el orden y la belleza, el lujo, la calma y la voluptuosidad, el caviar de beluga, los vinos de Romanée Conti y la bisque de langosta”.
Caballero, como todo el mundo sabe, desciende de la parentela que tuvo en Jericó, en el suroeste antioqueño, Fernando, uno de los siete hermanos de Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada que vinieron a Indias, muerto en 1565 sobrellevando una enorme fortuna. Los Caballero llaman a la santa Tía Teté. Pero aparte de ser hijo de Eduardo Caballero Calderón y hermano de Luis Caballero, es primo de Felipe López Caballero y sobrino de Lucas Caballero, Klim; es tataranieto de José Eusebio Caro y Francisco Mariño y Soler, chozno de Miguel Antonio Caro y nieto del General Lucas Caballero, que firmó la paz de Wisconsin tras la Guerra de los mil días. Su madre, Isabel Holguín Dávila, la más emparentada con la venerable, es hija de Jaime Holguín y Caro y nieta de Carlos Holguín, presidente de la república que regaló el tesoro Quimbaya a María Christina Désirée Henriette Felicitas Rainiera von Habsburg-Lothringen, “Doña Virtudes” reina de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII, cuyo parecido físico con los Caballero Holguín lo delata y los chismosos murmuran que Antonio, para su desgracia, es miembro de la casa reinante en España. Más oligarca, imposible.
Quizás por todo este sorprendente árbol nobiliario y la envidia de la mala que suscita su haragana inteligencia, fue que Hernando Santos Castillo, tío del vanidoso presidente Juan Manuel Santos, dijo que como todos los tímidos, cuando Antonio Caballero se extraviarte, es peligroso. Y agregó: “Caballero es el peor amigo de sus amigos y el mejor amigo de sus enemigos”.
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