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El anti-David

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Jeff Koons, Rabbit, 2019

Al desmembramiento de las certezas y valores que padecemos en el presente, hay que añadir la confusión promovida por el “se vale todo” en el arte, lo que ha ocasionado una crisis de valoración estética promovida por mercaderes de propuestas insulsas. Esto ocurre en un mercado del arte globalizado, cuyo desarrollo ha alcanzado proporciones colosales y cuenta con un portafolio multinacional de artistas, ferias, galerías, marchantes, subastas, mecenas y coleccionistas. El balance anual del Maastricht Art Market Report (TEFAF) revela que las ventas globales de arte en 2018 ascendieron a 67.400 millones de dólares. Un verdadero fenómeno financiero del siglo XXI.

Este mercado está influenciado por los Ultra High Net Worth Individuals (UHNWI), un segmento social de las élites mundiales que han entendido que adquirir una obra de arte resulta más rentable y menos riesgoso que colocar sus capitales en la bolsa de valores. Estos, a su vez, transforman mágicamente objetos de arte en activos de alto grado de inversión, la mayoría de los UHNWI apuntan a obras y artistas conocidos, mientras que otros apuestan a los más promocionados. Es notorio que estas estrategias de marketing con las que promueven artistas y obras en la actualidad son orquestadas por alianzas entre galeristas, grupos financieros y medios especializados, para persuadir a gente desinformada a preferir, en muchos  casos, lo falso a lo verdadero, lo insustancial a lo valioso.

Observamos con desconcierto y a veces con indignación cómo simples objetos, sean bolsas de basura repletas de desechos, felpudos usados, cajas de zapatos o animales disecados, son calificados por curadores y críticos como “obras de arte”. Basta citar como ejemplo el cadáver de un tiburón sumergido en una pecera con formol o la calavera del artista inglés Damien Hirst, titulada For the Love of God, vendida en 50 millones de libras esterlinas (65 millones de dólares) en 2008. Obras que junto con sus exorbitantes precios forman parte de un mercado que contribuye a la confusión reinante en el arte.  

El creciente desconcierto está opacando a los verdaderos discursos del arte contemporáneo, incluyendo el de jóvenes artistas con investigaciones y propuestas innovadoras entre los que se vislumbran visionarios y precursores de una nueva estética, pero los curadores y galeristas insisten en promocionar bodrios sin sentido que produzcan dividendos. En muchos stands de las últimas ferias de arte que he visitado, donde uno no sabe si estaba observando una exposición de decoradores, artesanos o bromistas, he notado que a los “instaladores” les ha dado por colocar valijas apiñadas, las mismas que vimos en pasadas ediciones de la Bienal de Venecia, las encontramos en parecida versión en otras ferias, junto a ramas y troncos cortados de árboles o plantas dispuestas en hilera como si visitáramos un vivero o los espejos, que son un déjà-vu, sin hablar de los mobiliarios de baño, poltronas y sofás dispuestos como en una sala de visita en los stands, siendo esto último la nueva idea fija que tienen estos seudoartistas. Muchas de las llamadas obras de arte e instalaciones “vanguardistas” o “posmodernas”, sin ningún discurso conceptual que las sostenga, no son otra cosa que trampas cazabobos armadas por arribistas, curadores y galeristas con muchas agallas y poco miedo al ridículo. Hay un viejo refrán popular que dice: “Donde hay un timador, hay un incauto”. Es una trapacería, no hay otra palabra para definir a unos autodenominados “artistas”, fabricantes de desaguisados. El arte corre el riesgo de convertirse en una banalidad.

¿Cuál es el origen de este despropósito? Cuando Marcel Duchamp (1887–1968), cuestionó el academicismo en el arte y en 1917 expuso un urinario de porcelana que tituló Fountain, bajo el concepto ready-made art, dio inicio, sin proponérselo, a que muchos otros se sintieran con licencia para matar el arte.  En ferias y galerías nos encontramos con vulgares imitadores de Duchamp, Ray, Picabia, del Dadá o del Pop Art de la década de los cincuenta, sesenta y setenta, de los que ya hemos visto obras similares hasta la saturación, pero que estos exponentes del disparate nos tratan de vender como algo novedoso. Críticos de arte, periodistas culturales y curadores que convierten lo banal y nulo en vanguardia, no hacen otra cosa que invitar a la gente a vivir en el mundo de la estupidez y la confusión. Si bien, el arte debe ser completamente libre por tratarse de un mecanismo de expresión del que dispone cualquier individuo, debe existir al menos una dosis de ética o al menos de pudor en el artista en relación a las obras que exhibe. 

Jeff Koons, Rabbit, 2019 -  «El anti-David”

El anti-David

Esta hecatombe de extravagancias llegó a su paroxismo este año. En la subasta organizada en el mes de mayo por la casa Christie’s de Nueva York se vendió la escultura de Jeff Koons titulada Rabbit en 91,1 millones de dólares, un récord histórico para un artista vivo. Se trata de una pieza de metal que imita la forma de un globo al que se le ha dado la apariencia de un conejo. Para entender los alcances de este artificio e indignarse con sobrada razón, basta escuchar lo que Alex Rotter, el arrogante director de arte contemporáneo de Christie’s, dijo sobre esta obra: «Rabbit es la pieza más importante de Jeff Koons. Iría aún más lejos, es la escultura más importante de la segunda mitad del siglo XX. Es el final de la escultura, es el anti-David, como yo lo llamo», afirmó sin pudor. Así de sencillo quedó eclipsada la obra maestra de Miguel Ángel, por un puñado de dólares.

Jean Clair, pensador francés, historiador de arte, antiguo director del Musée National d’Art de Paris, ex conservador del Centre Pompidou y ex director de la revista de vanguardia L’Art Vivant, se pregunta: “¿Por qué está prohibido mencionar el término ‘engaño’ sobre este tipo de arte, sin que se lo considere a uno reaccionario?”. Como afirma Baudrillard, el “arte apuesta a esa incertidumbre, a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de los que no lo entienden, o no entendieron que ‘no había nada que entender’. Esta paranoia cómplice del arte hace que ya no haya juicio crítico posible, solo un reparto amistoso de la nulidad”. 

En una entrevista reciente (Nicolas Ungemuth, «Les vérités de Jean Clair, la sentinelle intellectuelle», Le Figaro, 05/07/2019), Clair calificó de “abortos” las obras de Koons y denuncia sin ambages: “Esto es obra de un sistema financiero, muy inteligente, que hace que las obras tengan un valor agregado más fuerte y más rápido de lo que carecen, es decir, del valor estético o espiritual. A esto le llamo la ‘titulización de la nada’, pero esta ‘titulización’ (en el sentido del término bancario) solo es posible si las obras en sí no tienen un valor intrínseco. Los banqueros lo saben muy bien. Llevar las obras existentes al mercado debido a sus cualidades artísticas y estéticas nunca conducirá a las extraordinarias hazañas de las subastas que permiten lograr precios alucinantes como las obras de Koons. Esta falsificación original hace posible todas las demás imposturas y todas las demás corrupciones”.

Pero el caso de Hirst o de Koons son apenas dos entre muchos ejemplos de la superficialidad y banalidad que han atizado la cáustica voz de Avelina Lésper: “¿Qué hacemos con el arte? Decir abiertamente que ni el discurso, ni las intenciones, ni las grandes sumas de dinero convierten en arte a objetos sin inteligencia, factura y belleza, que la condición de arte está por encima de intereses ideológicos y económicos. Dejemos la hipocresía de las buenas intenciones y aceptemos que el arte está padeciendo a sus mercenarios, gente que lo ha convertido en un instrumento ideológico y económico, que han hecho de su mediocridad un arma, y que son artistas del chantaje social”.  

Haciendo frente al arte de la vulgaridad, existen voces reflexivas como la de Roger Scruton: “La belleza es un valor, tan importante como la verdad y la bondad. Pero en el siglo XX, la belleza dejó de ser importante. El arte apuntó a perturbar y romper tabúes morales, no era la belleza sino la originalidad, por mucho que se lograra y a cualquier costo moral, lo que ganaba los premios. No solo el arte ha hecho un culto a la fealdad, la arquitectura también se ha vuelto sin alma y estéril, y no es solo nuestro entorno físico lo que se ha vuelto feo. Nuestro lenguaje, nuestra música y nuestros modales son cada vez más escandalosos, egocéntricos y ofensivos. Como si la belleza y el buen gusto no tuvieran un lugar real en nuestras vidas”.

Pese a esta invasión de los Goliat del arte de la estulticia que acabamos de resumir, los coleccionistas informados y el público sensible al verdadero arte, ese que genera belleza, emoción, pensamiento y reflexión, siempre acudirán a las fuentes estéticas y a los artistas contemporáneos dotados con discursos coherentes, porque tienen la certeza de que sus obras son las que van a perdurar en el futuro, como hasta hoy ha perdurado el David.

Miguel Ángel Buonarroti, David (1501-1504), Galería de la Academia de Florencia

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@edgarcherubini

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