El gravísimo deterioro nacional tiene como causa principal –lo han repetido los obispos– la pretensión del régimen de imponer un proyecto totalitario comunista (Plan de la Patria, socialismo del siglo XXI), acompañado de una buena dosis de narcorrupción y soberbia despótica. Expresiones patentes de ello son el éxodo masivo, el empobrecimiento general y la represión desaforada. Todo está calculado para aplastar material y espiritualmente a los venezolanos y convertirlos así en una masa humana domesticada y mendicante. Todo ello urge un cambio de régimen y una pedagogía de responsabilidad personal-comunitaria, que posibiliten un nuevo rostro de país.
Algo que caracteriza un recto humanismo y tiene un papel decisivo en la Doctrina Social de la Iglesia es la centralidad de la persona humana. Aparece como un primer principio o premisa fundamental en lo concerniente a la Constitución y al genuino desarrollo de la sociedad en sus varios aspectos, económico, político y ético-cultural.
Dimensiones básicas de la persona humana son su subjetividad y relacionalidad, su conciencia y libertad, de modo que se la puede definir como un sujeto consciente, libre y social. Es esencialmente también existencia in-corporada, que incluye la materialidad como componente básico, manifestándose como una especie de microcosmos, de gran riqueza y potencialidad. Estas características personales guardan íntima interrelación, de modo que un auténtico desarrollo personal ha de integrar lo espiritual y lo corporal, lo individual y lo social como un conjunto orgánico.
Esta peculiaridad de la persona humana confiere a esta una dignidad inalienable, originaria, que es fuente de múltiples derechos, comenzando por el de la vida. La persona reviste de tal modo la condición de fin y no de medio, de manera que moralmente no puede ser instrumentalizada para el logro de objetivos como no sea el propio perfeccionamiento. Se entiende entonces cómo la persona humana es una criatura que Dios ha querido por sí misma y no en función de ninguna otra. No es, por tanto, peldaño o herramienta para el logro de cualquier cosa. Los totalitarismos y sistemas salvajes disuelven esta unicidad y originalidad de la persona, valorándola solo en función de una raza (nazismo), una estructura social (comunismo) o una supremacía nacional (fascismo). De modo semejante el término “capitalismo salvaje” expresa la subordinación de lo personal a las leyes del mercado y los indicadores financieros. La centralidad de la persona se contrapone también a la deificación de las ideologías y la idolatría del poder político.
Lo anterior explica por qué la Declaración Universal de Derechos Humanos se aprobó en 1948, a raíz de la trágica experiencia de campos de concentración, de horrendos genocidios y de globales enfrentamientos fratricidas. Se percibió dramáticamente que la autodestrucción del ser humano se evitaría solo a través del reconocimiento de su dignidad original y del respeto de derechos fundamentales derivados de ella. Por cierto que la tabla de derechos del 48 se ha enriquecido con el correr de los años a medida que se ha venido ahondando en los requerimientos de un progreso integral de la humanidad. Tabla aquella a la que habría de acompañar de modo explícito otra, ciertamente no menos amplia, de deberes humanos.
La referida Declaración no ha significado una humanización automática del relacionamiento humano, falla comprensible, por lo demás, en una historia de seres que no son solo limitados y frágiles, sino también pecadores, por cuanto abusan de la libertad convirtiéndola en instrumento del mal. Los creyentes, conscientes de esta distorsión, han de apelar, por ende, tanto al auxilio divino que sane y fortalezca la propia libertad, como al ejercicio de una permanente ascesis liberadora.
Regímenes como el vigente en Venezuela reclaman un urgente y robusto esfuerzo humanizador, que busque colocar a los ciudadanos y su desarrollo integral en el horizonte de una política y no utilizarlos como piezas de un juego de ideologías y poderes.
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