El lamentable fallecimiento de mi padre la semana pasada me ha dejado poco espacio para actividades distintas a los trámites necesarios para sus exequias, y el duelo que desarrolla toda persona tras la pérdida de un ser querido.
El deceso de mi papá, sin embargo, me ha permitido cavilar algunas reflexiones que estimo importante compartir, a la luz de lo que hoy vivimos en nuestro país.
Cuando una persona muere, sus deudos tienden a resaltar sus cualidades y matizar sus defectos. Es un baño de condescendencia y conmiseración que se le otorga a la figura de aquel que ha partido y ya no se encuentra con nosotros. En el caso concreto de mi padre, soy consciente de que fue un hombre con sus virtudes y defectos, con sus inevitables claroscuros.
No pretendo en este espacio hacer un panegírico, aunque bien creo que mi padre lo tendría más que merecido, y lo hubiera llenado de orgullo saber que su nombre aparece hoy en uno de los periódicos más importantes del país, en un medio de comunicación lleno de historia que aún subsiste y se mantiene a flote a pesar de los duros embates que sufre Venezuela.
Tal vez lo más hermoso que tiene la historia de mi padre es que desde su relativo anonimato refleja el clamor de millones de ciudadanos. Mi papá, al igual que muchos venezolanos, se crió y levantó en un hogar de convicciones católicas y democráticas, y su gran obsesión, hasta el día de su muerte, consistió en la recuperación de un sistema de libertades y paz para nuestra nación.
El detalle no es menor. Con mayor o menor grado de parentesco, por mi familia han desfilado obispos rebeldes, terratenientes orientales, ministros gomecistas, fundadores de partidos políticos socialdemócratas. Cada personaje con un peso distinto en la historia. De todos ellos, sin embargo, me sigo quedando con la candidez y el idealismo de mi padre, quien, desde un perfil sosegado y ajeno a lo público, nunca dejó de interesarse por lo que sucedía en el país.
A diferencia de otros ancestros, mi papá eligió ser un profesional. Un trabajador petrolero. De los de antes. El tiempo le dio la razón cuando en 2002 fue desterrado de Petróleos de Venezuela, S.A. Hoy vemos las consecuencias de haber dejado la industria petrolera en manos de saqueadores.
Al mismo tiempo, mi padre pudo valorar a Venezuela desde la distancia. Durante su juventud, como consecuencia de los cargos diplomáticos de mi abuelo, mi papá se vio forzado a vivir en otras latitudes durante buena parte de su infancia y adolescencia. Irónicamente, cuando ya estaba asentado en el país, el apartheid laboral a los trabajadores petroleros lo forzó a irse de nuevo de Venezuela hasta casi el final de sus días.
Mi padre, al igual que muchos padres venezolanos, hizo innumerables sacrificios para que sus hijos tuvieran todo y no les faltase nada. Uno valora estas cosas a menudo en la lejanía, probablemente cuando ya es demasiado tarde. En estos tiempos de desolación, en este país en el que impera la disfuncionalidad, ciertamente es una gesta heroica poder proveerle a una familia comida, techo y educación de forma honrada. Pareciera un cuento de hadas.
Mi papá no pudo ver en el plano terrenal su ansiada transición a la democracia. No puedo dejar de preguntarme cuántos venezolanos más morirán sin ver en su tierra el renacer de la libertad. Todas estas circunstancias me han permitido constatar que lo que hoy padecemos es una lucha que trasciende el plano político y se ancla en la dimensión de lo espiritual. Enfrentamos una batalla entre el bien y el mal. De allí que debemos ser conscientes de que la arena política solo puede ser conquistada cuando se actúa con base en determinados principios.
Como católico, creo en la vida eterna. Y sé que mi padre, al igual que muchos otros venezolanos que ya no se encuentran con nosotros en la Tierra, nos estarán dando la fuerza necesaria para acometer los cambios que necesitamos. Por ahora, solo me queda decir que descanses en paz, Andrés Enrique Guevara Pulgar. Te amamos y admiramos.
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