Anatomía de un instante es el título de un renombrado libro del escritor español Javier Cercas. El autor partió de un hecho muy concreto, de un instante: cuando el 23 de febrero de 1981, en un intento por detener la transición hacia la democracia, el teniente coronel Antonio Tejero entró disparando su pistola en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, todos los legisladores salvo tres se tiraron al suelo y se escondieron detrás de sus curules. Los tres valientes fueron el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, el vicepresidente, general Manuel Gutiérrez Mellado, y el secretario general del Partido Comunista, Santiago Carrillo. En torno a ese instante, Cercas construye su crónica del golpe de Estado fallido y de toda la transición española.
En este artículo tengo la pretensión de intentar hacer lo mismo, aunque con dimensiones y objetivos mucho más modestos: en torno al instante en el que Julio Borges le dice a Jorge Rodríguez que no va a firmar ningún acuerdo con el gobierno, voy a tratar de comprender qué ocurre en la política venezolana. A partir de allí, las negociaciones entraron, según palabras del presidente de República Dominicana, “en receso indefinido”.
Nuestra política se ha vuelto tan incongruente que se hace difícil entenderla. Después de tantas semanas pasadas en intentar lograr que el gobierno de Maduro hiciera las mínimas concesiones indispensables para realizar un proceso electoral con algún rasgo democrático y no lograrlo, los negociadores de la MUD, en un arresto de sindéresis y de dignidad que algunos no esperaban, se negaron a firmar el diktat de Nicolás Maduro, expresado por boca de Jorge Rodríguez y con el celestinaje de José Luis Rodríguez Zapatero. El camino que se iba a seguir quedaba claro: frente a la farsa electoral que vendrá, lo congruente es no participar y llamar a la abstención, como ocurrió el 30 de julio, cuando se “eligió” la prostituyente. Pero no fue así. Vinieron semanas de discusión, de vacilaciones, de dudas y sobresaltos. Votar o abstenerse.
Las condiciones electorales no se lograron, pero todavía hubo quien sostenía que se debía participar en las elecciones. Confieso que no entendí nada, pero al final, por la vía de remitidos confusos, comunicados poco coherentes y ruedas de prensa mal coordinadas, se produjo el anuncio: los cuatro partidos principales de la Mesa de la Unidad Democrática no participarán en las elecciones del 22 de abril. Pero todavía circula la especie según la cual, de modificarse la fecha, y de recibir alguna migaja, se podría reconsiderar esa decisión.
Reduzco la negociación a dos personas: Julio Borges y Jorge Rodríguez. ¿Por qué? Sencillamente porque del lado del gobierno rodeaban al ex alcalde de Caracas, hombre hábil y astuto (que no culto, para evitar la ira de Jaime Bayly), personajes de muy poca monta intelectual. Del lado de la oposición no solo fungía Borges como jefe del equipo, sino que estaba acompañado por una representación de Acción Democrática, más observadora que participante, y por la plana mayor de un Nuevo Tiempo, partido con insuficiente peso como para disputar a PJ la batuta. Ya Voluntad Popular se había retirado de la negociación.
Borges y Rodríguez me recuerdan a Neville Chamberlain y a Hitler. El primer ministro del Reino Unido, hombre inteligente, honorable, fiel a su palabra, bien intencionado y bien educado, sostenía, frente a Alemania, una actitud de apaciguamiento. Su meta última era evitar la guerra y en alcanzarla le acompañaba inicialmente la mayoría de la clase política de su país y posiblemente del pueblo inglés. Los objetivos de Hitler estaban claros y habían quedado plasmados en su libro Mi lucha. Ni era educado, ni era honorable, ni tenía buenas intenciones. Tenía dos metas al iniciar su negociación con Chamberlain: anexar, sin disparar un tiro, una parte de Checoslovaquia e impedir que los checos se defendieran, llegada la invasión definitiva. Para ello, el Führer engañó al primer ministro de Su Majestad. Le dijo que solo pretendía proteger a las minorías alemanas que vivían en Checoslovaquia y que nunca invadiría a ese país. En la conferencia de Munich, ingleses y franceses clavaron una puñalada en la espalda de los checos y Chamberlain regresó a Londres triunfante, enseñando el papel firmado por Hitler en el que se lograba “paz para nuestros tiempos”. El líder inglés llegó a decir que Herr Hitler podía ser un hombre de mente estrecha y prejuiciada, pero que frente a un negociador a quien respetaba era incapaz de faltar a su palabra.
Paul Ekman, en su libro Diciendo mentiras, claves para el engaño en el mercado, el matrimonio y la política, se pregunta por qué un político tan veterano como Neville Chamberlain pudo ser tan fácilmente burlado por Hitler y el conocido experto en engaños da la siguiente respuesta: Chamberlain era una víctima ideal para el engaño, pues si llegaba a convencerse de que Hitler le mentía, toda su política de apaciguar a los alemanes se derrumbaría. Debe recordarse que la palabra “appeasement” no tenía en los tiempos de la conferencia de Munich la carga vergonzante que hoy se le asigna. Era, por el contrario, una actitud digna de admiración. Si Hitler hubiese cumplido con sus compromisos, Chamberlain sería, para la historia, el salvador de la paz.
Yo creo que a Borges le ocurría algo parecido. Durante largos años sostuvo con firmeza y determinación la idea de una salida democrática, constitucional, electoral y pacífica. Muchos pensaban que dada la naturaleza del régimen eso era imposible. Pero Julio lo creía, quería creerlo. Por ello fue a Santo Domingo a buscar un acuerdo que asegurase elecciones más o menos libres. Varias veces declaró, engañado por Rodríguez: “Hemos avanzado mucho” o “estamos a punto de llegar a un acuerdo”. Tanto lo dijo que hasta los chavistas se lo creyeron. Igual que Chamberlain, buscaba sinceramente la paz, Borges buscaba y creía que podía lograr condiciones electorales equilibradas.
La gran diferencia es que Chamberlain firmó el acuerdo de Munich mientras que Borges se dio a cuenta a tiempo de la tramoya de los Rodríguez (Jorge y Zapatero) y se negó a firmar. Gesto que le enaltece y que lamentablemente pocos compatriotas reconocen. Seguro que el líder de Primero Justicia recordó la frase de Churchill: “Si para evitar la guerra aceptas la humillación, tendrás primero la humillación y luego la guerra”.
Rodríguez, por su parte, se creyó más vivo que Hitler, y aseguró a Maduro que Borges firmaría. Se equivocó. No solo no es culto, tampoco es tan avispado.
El “instante” en el que Julio Borges dijo no, cambió la política venezolana. El coordinador de Primero Justicia rechazó la humillación y ahora tendrá que enfrentar la guerra y ganarla. Pero le tomó tiempo convencerse a sí mismo y convencer a quienes le acompañaban en la salida electoral y pacífica, que esta nunca será aceptada por Nicolás Maduro y su pandilla.