Mientras que la mayoría de los consumidores del mundo que se detienen
frente a un anaquel de supermercado tienen como objetivo tomar un producto entre múltiples ofertas o revisar la reseña de calidad, la marca, contenido proteico o de azúcar, cantidades exactas o cualquier otra indicación que sea de su interés; aquí en Venezuela, el país con la más alta inflación del mundo, la gente corre a tomar cualquier cosa que se encuentre si la puede pagar y sin ninguna otra opción de decisión basada en la oferta permanente y abundante.
“Agarre aunque sea fallo” es la respuesta a miles de consumidores que se sujetan a un producto sin estar pendiente de la calidad, contenido exacto, característica del envase o salubridad, porque al parecer si algo dejó de existir en este país son los controles de calidad.
Las golpeadas empresas agroindustriales que aún sobreviven y mantienen estos controles son las que de alguna manera nos dan garantías; del resto, las condiciones de salubridad y calidad de los alimentos les generan una gran sospecha a los consumidores. Existe a vox populi la incógnita de quiénes supervisan, quiénes garantizan la salubridad y quiénes debidamente y sin matracas otorgan los permisos sanitarios. Muchos productores de alimentos artesanales han tenido que recurrir al expediente de “permiso en proceso”, que no es otra indicación de que no hay manera de que los otorguen por vía regular y expedita.
En fin, no son pocas las razones para tanta frustración. No hay sector organizado del país que no nos pinte un cuadro desolador y dé muestras de cómo Venezuela ha retrocedido considerablemente en comparación con otros países de esta misma región. Es por ello que, para recuperar la sindéresis y relanzar al país a las mejores prácticas de eficiencia y modernidad, hay que salir de este modelo fracasado. La opción es votar y seguir abriéndonos camino en esta selva hasta reencontrar de nuevo a la Venezuela de oportunidades.
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