Desde la Antigüedad existen talismanes y amuletos. Talismán, una palabra árabe que proviene del griego, significa “consagrarse”. Entre nosotros son frecuentes la pata de conejo, el trébol de cuatro hojas, la herradura…, pero quienes los crean tienen que insuflarles poderes mágicos. La diferencia con el amuleto es que este guarda posibilidades mágicas inherentes. Yo conocí a un trujillano que se negó a recoger un trébol de cuatro hojas por temor a que lo picara una culebra, y estuvo una vez en mi casa un equipo fílmico y el camarógrafo me pareció muy joven y le pregunté de qué parte de Venezuela era y me dijo que era de Turquía. ¿Con qué ojos me vas a ver?, le pregunté, y me dijo que con mirada turca y me regaló un bello nazar, el famoso amuleto que protege contra el mal de ojo. Allí lo tengo colgado en la entrada de mi casa. Traje de Los Ángeles, del pueblito mexicano que dio origen a la actual ciudad californiana, un “cazador de sueños”, un amuleto gibwa del norte de Estados Unidos, un objeto bello que filtra los sueños y protege de los terrores nocturnos. Lo tengo en el copete de mi cama y todas las mañanas le doy las gracias por haber alejado de mí a Nicolás Maduro y a cualquier otro de sus desagradables secuaces. Pero protejo también a mis helechos colocando otro cazador de sueños cerca de ellos. Los helechos son la imagen vegetal del país que adoro y defiendo de los trastornos que tanto nos agobian.
No quiero llenarme de amuletos ni talismanes. Pretendo ser yo mismo un objeto mágico y consagrar mi integridad física e intelectual. Mantenerme alejado de aquel desquiciado ego militar que buscando alargar su vida ofendía a todos con su vulgaridades, se arrodillaba por igual ante las ánimas de la sabana y el Cristo de La Grita y llegó a practicar con unos babalaos una oscura manipulación cubana con el resto de los huesos que alguna vez sostuvieron el cuerpo de Simón Bolívar.
¡Quiero ser mi propio amuleto!
Lo descubrí hace años y me he rodeado de la magia y del poderoso encanto que permanentemente emana de él. Constituye para mí las hermosas rosas azules que acostumbro dibujar; la fragancia de la poesía que me ha estado envolviendo y maravillando desde los lejanos tiempos de Góngora y de Juana Inés. Luego la dilatada línea de poetas de diversas nacionalidades y tiempos distintos que vive en mí: franceses, italianos, alemanes, chilenos, venezolanos. ¿Mallarmé? ¡Claro! ¿Rimbaud? ¡Desde luego! ¿Eluard? ¿Rilke…? ¿Huidobro? ¿Edda? ¿Cadenas? ¿Montejo? Son mis verdaderos amuletos. Ellos y muchos otros son el verbo, la palabra poética, el pájaro escapado de un cuadro del Chagall de sus respectivos tiempos, que construye su nido sobre las nubes más altas, pero sosteniendo con su otra ala la extensa y azul profundidad del cielo sabiendo que el azul es el velo que cubre el rostro de la divinidad. ¡Es lo que no hace el áspero militar bolivariano o el cómplice civil agazapados y al acecho esperando el dinero que les llega vomitado por la corrupción!
La plaza sigue oscura, las calles desiertas a partir de las 5:00 de la tarde y el miedo de todo el país, avergonzado por las torpezas y vacilaciones de la oposición política, asoma una mirada sin memoria por los resquicios de ventanas semicerradas. Gente abrumada continúa cruzando a pie el puente colombo-venezolano, la selva de Brasil, los límites del autobús que llega a Quito o a Lima y el avión que aterriza en Miami o París con gente triste pero con proyectos de vida. La diáspora venezolana que el maléfico oleaje del socialismo bolivariano persiste en mantener: un populismo nefasto, la cancerosa avanzada cuartelaria. ¡La negación del verbo poético que soy!
Las imágenes de las piedras gnósticas que influyeron en la numismática romana oriental, dice el simbolista Juan Eduardo Cirlot, son fantásticas y enumera algunas que, al nombrarlas, parecen dar saltos de júbilo en el palacio de gobierno venezolano: un personaje con cabeza de gallo, una serpiente que se muerde la cola, un personaje (¿Nicolás Maduro?) con cabeza de asno llevando espada y escudo, un saltamontes en el lomo de una cabra, un búho entre un rayo de tres puntas y una serpiente, un cangrejo que apresa la luna con sus pinzas y un pollo con cabeza de cordero o un hombre armado con dos cabezas y un barco con dos genios alados, uno al timón y otro, pescando. Finalmente, como si Nicolás emergiera de nuevo en el siguiente pasillo de Miraflores: aparece un hombre de bigotes con látigo y corona.
¡Pero yo me defiendo con la poesía que han escrito mis poetas más amados! Y los diabólicos personajes mencionados se volatilizan, explotan en silencio, se desvanecen al sentir la presencia del talismán que me protege y los militares, al retorcerse en los charcos de su vil infamia, anhelan tener consigo un cazador de sueños que los proteja de sus propios y malignos sobresaltos nocturnos.
No tengo por qué decir: “Abracadabra” y hacer gestos sombríos sabiendo, incluso, que su impacto mágico proviene de la frase hebrea “abreq ad habra” que significa exactamente lo que muchos quisiéramos enviar al personaje con cabeza de asno: ¡un rayo hasta causar su muerte!
El rayo se hace amigo de Abraxas, un demonio coronado, con cabeza de gallo, grueso vientre, pies de serpiente y cola raquítica que lleva un látigo. Se dice de Abraxas lo que podría decirse de Nicolás Maduro: que es el desatino, el amor y su homicidio, el santo y su traidor. La luz del día y la más profunda noche del absurdo. Verlo significa ceguera, conocerlo significa enfermedad, rezarle significa muerte.
¡Me salva la poesía! ¡El hermoso y fascinante amuleto que aleja de mí los malolientes pasillos de Miraflores por donde camina un hombre de bigote, cabeza de asno, látigo y corona!