COLUMNISTA

El amor en los tiempos de la diáspora

por Nelson Chitty La Roche Nelson Chitty La Roche

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El amor es como don Quijote, cuando recobra el juicio es para morir

Jacinto Benavente

Los pueblos tienen su propia historia que, si bien es parte de la de todos, también es específicamente la de cada uno. Nos referimos a esos espacios de tiempo y consciencia social que por su dinámica suscitan una especial sensibilidad que diferencia el acontecer e inclusive lo sublima. Son vivencias que algunos filósofos preferirán llamar experiencias distinguidas por su alcance; en su desenlace se intuye una naturaleza trascendente.

Venezuela y su gente son hoy una referencia en el mundo y no por sus buenas ejecutorias. En lo académico económico, sorprendemos al cosmos evidenciando que es posible, en dos décadas escasamente, dejar de ser un prospecto macroeconómico de inevitable éxito para convertirnos en un país incapaz de asegurar sus compromisos y caracterizado por un paulatino atraso en todos los órdenes. En lo económico propiamente, mostrando una caída constante y sostenida de la actividad productiva que nos reduce en un lustro a la mitad o menos de lo que creábamos. En lo social, descomposición, vulnerabilidad, pobreza exponencial y anomia galopante. En cuanto a salud, morbilidad y mortalidad en ascenso y la vuelta de endemias y patologías otrora superadas. En lo institucional, nuevamente turbamos al orbe desnudando el cinismo del nuevo autoritarismo, populismo, militarismo ideologizado, con otro capítulo en Nicaragua que se cumple al calco de nuestro decurso. Y en lo moral y legal, acotamos que no hubo una clase política y con complicidad extranjera e interna más corrompida que la que hoy gobierna, sostenida por las armas de uniformados y esbirros, asociados al saqueo y al delito generalizado, dignos de la Convención de Palermo entre otras, por cierto.

Internacionalmente vemos cómo el argumento de la soberanía gravita tanto que los deberes que tenemos hacia los otros seres humanos se quedan a un lado. El Grupo de Lima sabe que el pueblo venezolano ha sido y es por la fuerza y el crimen despojado de sus libertades y hasta de su más elemental dignidad, pero, el cálculo opera y propone un diálogo tan fatuo como lo es la inconsciencia de lo que realmente acontece. Tiempos de abandono y de pragmatismo vivimos y, aun así, agradecemos por recibir a los que, cual judíos en el desierto guiados por Moisés, les toca como dijo el más grande de los poetas españoles “hacer camino al andar”.

Pero, el común de todas las clases, fatigado, exhausto, desesperanzado, no acepta la propuesta del oficialismo chavista que consiste en permanecer en el poder, manteniendo el desastre y el descalabro, sin consciencia de los yerros y sin responsabilidad ninguna. El futuro, pues, conculcado por un presente hórrido, garantizado por las armas y en su perspectiva racional. Además, a la pobreza que se traduce en hambre, impotencia ante las adversidades, enfermedades, carencias materiales de todo género, se le agrega la pobreza espiritual sobre la que teoriza con el brillo acostumbrado el profesor filósofo de la Universidad Central de Venezuela, José Rafael Herrera, advirtiendo cómo se seca, malogra, muere el alma del venezolano y se redescubre a un sujeto hosco y brutalizado, incapaz de acometer acciones, lánguido y resignado.

Ese horizonte que describo obra ante la vista de perplejos seres humanos sencillos y modestos que se retuercen adoloridos, ofendidos, alarmados, frustrados en sus cotidianos paseos de consciencia e imaginación, y denuncia la ausencia de ilusión, aunque también, naturalmente postula ante ellos un camino alterno que, por distinto, pudiera legitimar entre fantasías y utopías expectativas favorables. Allí se cuece el migrante, el que se desarraiga para sobrevivir, el que se mutila de sus afectos como nos lo enseña esa maravillosa escultura de Bruno Catalano, Los viajeros, y se amputa de convencimientos para apostar por una incertidumbre avalada por la fuerza espiritual que le proporciona el avío, ese maná que lo alimenta en la difícil travesía. ¡Hay que tener coraje para hacerlo!

El legado del difunto y sus epígonos y acólitos de la sinvergüenzura no es otro que el desmadre y el desamor. Este tiempo histórico deletéreo y corrosivo atenta contra aquello que nos unía y ahora nos segrega, nos separa, nos margina, entre una minoría favorecida y una mayoría que lo ha perdido todo y ello incluye sus sentimientos o por ellos debe marcharse buscando en el esfuerzo una secuencia distinta que ofrezca una existencia digna.

Un alumno casi al final de su carrera me informa que se va a Perú. Lo interrogo y le advierto que debe terminar su plan académico antes de cualquier decisión. Me responde que ya no aguanta más y pasa a relatarme las agudas y lacerantes realidades que a diario encara, la imposibilidad de proveer los alimentos porque lo que gana está lejos de alcanzarle, la falta de medicinas para su madre enferma, el transporte que no existe y la inseguridad que en los valles del Tuy es una implacable rutina. Su novia se fue a Colombia con sus padres y antes de irse le pidió que la dejara inventarse otra vida.

Miguel, el mejor amigo de mi hijo Tomás, abogado que trabajaba como tal en la Asamblea Nacional, se convenció del camino de la diáspora al cobrar su sueldo y no poder ni siquiera adquirir la comida para él y sus padres, además de su imposibilidad de aportar por no conseguir los hipotensores y otras medicinas para la diabetes de su madre. Se fue a Perú y consiguió un trabajo como vigilante, pagó un préstamo familiar y tomó otro turno, lo que lo lleva a trabajar 16 horas diarias, pero ya consiguió un apartamento y se llevó a sus viejos. Al menos tiene lo básico y no faltan los medicamentos.

Muchos se van junto a la novia o la compañera. Otros lo hacen para llegar, establecerse y poder llevársela si acaso la fortuna lo permite. Venden lo que tienen y aun expuestos a la inopia total se echan a andar donde el destino caprichoso los conduzca, dejando atrás lo que aman y lo que los ataba también.

Las familias se regaron. Todos tenemos hijos acá y allá. Algunos de mis amigos se quedaron solos o se ven constreñidos a vender la casa, el carro, los enseres para seguirlos porque la distancia los aflige y los deprime. Los compañeros, los parientes, los correligionarios y condiscípulos terminan involucrados en el drama humano que hace jirones con esa centrífuga que se cumple y no economiza a nadie.

De otro lado, miles de profesionales muy calificados también se van. El país se va descerebrando y no hay exageración, mientras los vástagos que deberían tomar el relevo se insertan en otras latitudes. Y solo nos van quedando los que no se atreven o no logran el equilibrio entre irse y dejar sustentable al entorno.

Llegan remesas para ayudar, asistir, sostener a quienes lo necesitan; muchos latinoamericanos dependen de los que se fueron y comparten lo que tienen con los suyos por amor y algo de caridad que es, a fin de cuentas, la mejor de las expresiones de amor por los demás.

Vaga pues Venezuela por el mundo, navega, vuela, rueda y camina soportándolo todo, despreciada a menudo, brillando a ratos también para orgullo y dolor de los que sabemos que, sin embargo, la patria es el mejor destino, el mejor ambiente, el mejor terruño para vivir, pero en todos imagino que a diario opera la inevitable evocación y, en la nostalgia que sobreviene, entre tristezas y remordimiento, entre fatigas y algún nudo en la garganta, se asume un sueño de retorno. Venezuela sufre y por momentos convulsiona, pero no ha muerto, no morirá jamás.

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@nchittylaroche