Dos países sumidos en la oscuridad. Encandilado quedó el resto del mundo: la noticia del histórico apagón en Argentina, Uruguay y partes de Brasil fue reproducida por incontables medios internacionales, todos incrédulos frente al hecho de que 50 millones de personas se quedaron sin electricidad.
Y así llega América Latina a la prensa internacional. Ya sea por la barbarie venezolana, las crisis migratorias en América Central, los escándalos del narcotráfico en México y Colombia o casos como el del apagón, la región está caracterizada, desde un punto de vista externo, casi exclusivamente por cualidades negativas. Es percibida como una zona de pobreza, descontrol y subdesarrollo.
Aunque son muchas y diversas las fallas estructurales que provocan estos problemas, quisiera dedicar las siguientes líneas al que quizás sea el más obvio: la precariedad del desarrollo económico y sus causantes culturales. Latinoamérica sigue siendo dependiente de la exportación de materias primas en un mundo en el que la tecnología, es decir, la materialización de la información y el conocimiento en productos, define el panorama del comercio internacional como nunca antes.
En esta economía del conocimiento se innova a partir de la información. Hemos visto cómo en los últimos años California se ha convertido en la quinta economía del mundo, superando a Rusia o Inglaterra en ingresos. De hecho, si Silicon Valley fuese un país, sería uno de los más ricos del mundo en cuanto a su PIB. Esto quiere decir que la labor tecnológica de unos cuantos miles de personas se ha vuelto más valiosa que el esfuerzo colectivo de millones de individuos que comercian con materias primas.
En 2014 Venezuela dependía del petróleo en 98%, Ecuador de productos orgánicos en 86% (principalmente bananas y flores), Colombia en 79% de otros como el café y el carbón, y Bolivia en 72% del petróleo y la plata. Esto resulta tanto más sorprendente cuando se toma en cuenta que ya a mediados de los ochenta la economía mundial había dado un vuelco definitivo: el sector terciario se convertía en el más dinámico, dejando atrás los tiempos en los que la materia prima lideraba el mercado. De 1985 a 1989 las inversiones extranjeras en América Latina se redujeron de 49% a 38%. Paralelamente, en el suroeste de Asia (debido a su integración en el sector terciario) aumentaron de 37% a 48%.
Este paso fue esencial para el enorme salto tecnológico que se dio a partir de los noventa, década esencial en la masificación de la tecnología. Cada individuo podía obtener, por un módico precio, una computadora personal, un teléfono celular, dispositivos para la reproducción audiovisual y demás artefactos innovadores. Llegaba la era de la economía del conocimiento, y desde entonces su importancia no ha hecho sino aumentar exponencialmente.
Aunque en Latinoamérica se suele pensar que el problema económico es el más determinante, creo que esto es confundir la fiebre con la enfermedad. El éxito de una nación en la economía está precedido por la efectiva organización colectiva de sus habitantes en un contexto de estabilidad institucional. Para ello es necesario sentar bases culturales que logren mantener dicho orden a largo plazo, como lo han logrado hacer las naciones más exitosas del mundo. Solo así se puede dar el difícil paso del rentismo y la dependencia material a la célebre economía del conocimiento.
Los países que se han integrado a esta forma de producción innovadora (el ejemplo más reciente es Singapur) tienen en común excelentes sistemas de educación pública, una presencia sólida de las ciencias en el imaginario nacional, una férrea estabilidad institucional, así como una libertad de mercado creadora de estímulos materiales para posibles emprendedores. Este último elemento solo es útil si los demás son verdaderamente estables.
El paso esencial en el caso latinoamericano es la educación. Este problema es particularmente arduo ya que en sociedades como las nuestras, con una terrible repartición de riquezas, hay partes masivas de la población que han quedado marginadas del sistema educativo y la economía formal. Precisamente en este contexto la educación se convierte en una herramienta esencial, ya que se encargará de integrar a los excluidos. No es el aumento del presupuesto estatal para las escuelas lo que importa, sino su efectivo uso a través de una red burocrática que controle el uso de los fondos y evite así la corrupción.
Veamos una vez más el ejemplo de Singapur, actualmente uno de los países más ricos del planeta. A mediados del siglo pasado era una isla empobrecida y económicamente irrelevante, con un sistema de educación precario. A partir de los sesenta el gobierno implementó un programa educativo con el objetivo de crear una fuerza laboral que apoyase efectivamente la industrialización del país, objetivo que se solidificó a mediados de los ochenta. Desde entonces Singapur está entre los primeros países en calidad de educación y estabilidad económica, debido a los métodos innovadores que implementan. Se le presta atención a la habilidad particular de cada estudiante y se le dan las herramientas necesarias para que las desarrolle. Singapur está profundamente integrado a la economía del conocimiento, exportan principalmente circuitos y computadoras.
Además de proveer habilidades para el mercado laboral, la educación determina los valores de una población. A través de ella podría solucionarse otro problema: la ausencia de las ciencias en el discurso público latinoamericano. Esta es otra herencia de nuestro pasado colonial. España fue uno de los últimos países del Viejo Mundo en hacer suyos los valores de la Ilustración, evidenciado en la falta de pensadores e inventores en los tiempos posteriores al Siglo de Oro. El pensamiento estaba anclado en los anticuados valores católicos y su fobia a lo innovador; sin duda aquello se integró al imaginario latinoamericano. En esta región la creación tecnológica se percibe como algo externo, ajeno. Inculcar una expectativa creadora en la población se convierte en la responsabilidad de las escuelas, pero también de los medios de comunicación y de los políticos.
La falta de interés científico se traduce en el contexto público en una inexistencia de contenido mediático relacionado a la innovación y al pensamiento científico. En Singapur un grupo de jóvenes ganaron recientemente una seria de olimpiadas de matemáticas, física y geografía, acto seguido fueron celebrados como héroes nacionales en la prensa y medios audiovisuales. Cumplieron con el ideal nacional de la disciplina y el conocimiento, dos valores que hace falta inculcar en el imaginario colectivo latinoamericano.
Otro problema que hay que erradicar es la victimización que existe en el intelectualismo de Latinoamérica y su consiguiente influencia en la opinión pública. Se han malgastado ríos de tinta en presentar a la región como una víctima de su entorno, golpeada sin tregua por la explotación internacional. El primer paso para salir del estancamiento actual y para integrarse en la economía del conocimiento es la autocrítica, reconociendo las fallas estructurales y debilidades culturales que han impedido el éxito colectivo.
La educación formal es posiblemente la pieza esencial del rompecabezas. La cultura, la estabilidad de las instituciones y el posterior éxito económico serán dependientes de la calidad (y no la cantidad) de la misma. Está claro que la complejidad del tejido social en los países de América Latina crea unas circunstancias más arduas que las que existían en Singapur. Sin embargo, el objetivo es el mismo y el trecho ya fue caminado.
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