Finalmente hemos llegado al momento que, a lo largo de más de una década, los economistas y otros expertos han estado anunciando: el colapso de la economía venezolana. Hay que decir que las advertencias no solo se produjeron desde los sectores críticos al gobierno. También desde adentro muchos lo advirtieron. Algunos viceministros, que mantienen relaciones con empresas del sector privado, lo han comentado entre susurros, a pesar del temor que tienen al Sebin y a los cubanos que les vigilan: se aproximaba el momento en el cual el dilema sería inevitable: o entrar en default –es decir, no cumplir con el pago de la deuda externa–, o pagarla y extender y profundizar la crisis de hambre que agobia, socava y destruye las vidas de los venezolanos.
Necesario es recordar que los llamados de atención también se produjeron desde fuera de Venezuela. Técnicos de organismos multilaterales; analistas de calificación mundial; economistas de Brasil, Argentina, México y Colombia, muchos de ellos simpatizantes de la izquierda; presidentes o altos funcionarios de los gobiernos; estudiosos de centros académicos de indiscutibles capacidades técnicas, se cansaron de pedir al gobierno de Venezuela que corrigiera el rumbo. No fueron escuchados.
El que haya incluido en el titular de este artículo la expresión “tsunami económico” no es gratuito. Al contrario, es atroz y doloroso. Las declaraciones de Susana Rafalli, vocera de Cáritas, debe ser la más alarmante denuncia que se haya producido en nuestro país en los últimos tiempos. No hay en sus palabras nada que no sea esencial: se refieren a las secuelas del hambre. Al hambre real que asola Venezuela ahora mismo. Nadie puede permanecer indiferente a lo que significa que entre 5 y 8 niños mueran cada semana por hambre. Que 4,5 millones de venezolanos coman 1 vez al día y, algunas veces, 2. Que la calidad de la alimentación sea cada día peor. Que la desnutrición infantil alcance ya a 15% de los niños. Que 33% presente retardo en el crecimiento. Que, en materia de salud, se esté produciendo nada menos que una regresión sanitaria, toda vez que al país han vuelto enfermedades, en forma de epidemias, que habían sido erradicadas durante el siglo pasado.
Quiero decir con esto: lo del tsunami no es un aviso: el tsunami está en acción. Mata, empobrece, enferma, desnutre, hambrea, extenúa, asola, ensombrece; despoja las energías, las expectativas; aniquila el futuro de los niños y jóvenes venezolanos.
Esta política del hambre, que es la base sobre la que se construye ese perverso mecanismo de dominación humana, política, electoral y policial que son los CLAP, configura un delito de lesa humanidad. Las muertes, las enfermedades, el auge de las discapacidades, el hambre convertida en una epidemia de carácter nacional, a escalas que no existían, tiene responsables: los gobiernos de Chávez y Maduro, autores exclusivos y sin atenuantes de toda esta tragedia.
Escribo este artículo en las primeras horas del viernes 3 de noviembre. Hace unas horas Maduro ha anunciado su intención de refinanciar la deuda. Estoy entre lo que dudan de que eso sea posible. Salvo la anuencia o apoyo de algún otro gobierno delincuente, las mafias que controlan el poder en nuestro país carecen de legitimidad y credibilidad. La percepción de Venezuela en el exterior no es la misma que la que se configuró el pasado 30 de julio, cuando, producto de un evento ilegal y fraudulento, pusieron en marcha la ilegal, ilegítima y fraudulenta constituyente: ha empeorado y empeora todos los días. Ese diverso, complejo e inasible universo que llamamos la comunidad internacional, irreconciliable en casi toda su agenda común, tiene un tema en el cual el criterio es amplio y compartido: el de Venezuela es un gobierno de delincuentes, violador de los derechos humanos, represor, torturador, que incluye entre sus integrantes a personas vinculadas al narcotráfico.
Ese gobierno, que mantiene ahora mismo una deuda cuyo monto preciso es desconocido, pero que sobrepasa los 120.000 millones de dólares, quiere refinanciar la deuda, al tiempo que continúa comprando alimentos con sobreprecios, en una de las operaciones más corruptas e inmorales que haya conocido la historia de Venezuela; al tiempo que la producción petrolera disminuye mes a mes; al tiempo que la destrucción de Pdvsa y sus operaciones se hace a diario más evidente.
El tsunami, concebido, incubado y puesto en marcha por el mismo gobierno, podría generar nuevos destrozos en forma de embargos y de imposibilidad de continuar con las importaciones. Esto quiere decir que, a las graves responsabilidades de Maduro y el alto gobierno, podrían sumarse otras de consecuencias todavía más devastadoras.
Mientras todo esto ocurre, la de un país arrasado por el hambre y la enfermedad programadas; la de un país en manos de la delincuencia; la de una sociedad cercada y sin opciones ante un régimen armado y corrupto; mientras todo esto ocurre, la oposición democrática se concentra en sus avatares y diferencias, ajenos a la comprensión de que, ahora más que nunca, es imperativo trabajar para el cambio del régimen.