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La agenda de Guaidó es frenar el exterminio

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El “nunca más” que explica el nacimiento de la ONU en 1945 y pone freno al principio impermeable de la soberanía de los Estados, defendido bajo la antigua Sociedad de las Naciones y de cuyo alegato se derivan los más graves y aberrantes atentados a la dignidad de la persona humana, buscan debilitarlo. Algunos gobiernos y sus diplomáticos anteponen el relativismo ético, la amoralidad discursiva contemporánea, el sincretismo entre la vida y la muerte.

Los Estados más representativos en el campo de las libertades aún se mueven e intentan sostener, no sin ambigüedades, la columna vertebral de la Carta de San Francisco. La distancia, el paso de algo más de 70 años desde la ocurrencia del Holocausto, opaca, sensiblemente, la memoria. Tanto que, la literatura panfletaria y política se permite poner en duda esta realidad, el genocidio del que fueran víctimas los judíos.

El sistema internacional, como se aprecia, prefiere ser un colegiado de médicos forenses y de cómplices por neutrales, que luego piden perdón. Luis Almagro, en buena hora, los pone al descubierto. No es el caso de António Guterres.

No exagero. En 1994 es creado el Tribunal Penal Internacional para castigar el genocidio ocurrido en Ruanda, por incapaz la ONU de prevenirlo. Con anterioridad, en 1993, se crea otro tribunal para conocer de los crímenes de guerra y lesa humanidad acaecidos en el territorio de la hoy ex Yugoslavia. No se evitaron.

Y allí está la Corte Penal Internacional, que duerme mientras la satrapía usurpadora del poder en Venezuela extermina de hambre al pueblo, lo somete mediante la inanición y proscribe el ingreso de ayuda humanitaria. La Cruz Roja Internacional, entre tanto, sin mirar el fondo, se escuda argumentando la politización de la asistencia, como si acaso se pudiese ser neutral, lo repito, entre la vida y la muerte.

Las dictaduras militares del Cono Sur dejan su estela de crímenes brutales, sobre los iguales y brutales crímenes que antes despliegan las agrupaciones marxistas Tupamaros y Montoneros. Ambas riegan de sangre inocente sus territorios durante los años setenta y ochenta, como se sabe, ante la ausencia de prevención y un silencio internacional proverbiales.

La izquierda regional, cabe observarlo, levanta sus banderas contra los crímenes del militarismo de derechas y escribe sus “memorias de verdad” sobre tumbas y desaparecidos. Pero borra de las páginas negras y al paso sus acciones, igualmente criminales. También calla, aún hoy, los varios miles de fusilados y ejecutados –leo en la BBC– bajo el régimen cubano, que ya dura seis décadas.

Que el “nunca más” se esté diluyendo y pierda su sentido como hilo de Ariadna, garante de las leyes universales de la decencia humana, en el marco de invertebración que se advierte en el orden social y político interno de los Estados y en su proyección hacia la comunidad internacional, es lo único que explica lo inexplicable. La Cuba de los Castro oficia en los altares de la ONU. Desde allí habla de paz y de democracia, de derechos humanos, y alecciona mientras en su suelo predomina la paz de los sepulcros y salva a sus verdugos, como Nicolás Maduro. Les presenta como apóstoles del Decálogo.

“Nada me importa que piensan de mí los gobiernos extranjeros, solo atiendo a lo que piensan de mí los chilenos”, me dice en 1980 el general Augusto Pinochet. Al menos fue sincero conmigo. Es la época en la que el canciller de Venezuela, José Alberto Zambrano Velasco (†), con el aplauso unánime de la OEA, recoge el patrimonio moral y jurídico que veo declinar. Afirma que “ningún Estado o gobernante puede tremolar la bandera de la soberanía para cubrir tras de ella sus graves violaciones de derechos humanos”.

El caso es que lo dice Zambrano con relación a Anastasio Somoza, sátrapa de Nicaragua. Y constato, pasadas cuatro décadas, al escuchar recién el debate sobre Venezuela en el Consejo de Seguridad, que no pudo tener Somoza mejores discípulos que a sus víctimas, los Ortega y sus emisarios.

¿A qué viene todo esto?

El prestigio de la política exterior de Venezuela se apuntala, hasta 1998, en los principios. Jamás los hipotecó a las circunstancias, menos a su poder petrolero. La promoción de la democracia y de los derechos humanos fue su constante, en todos los gobiernos, de distinto signo.

El plan para el restablecimiento de los derechos fundamentales de todos los venezolanos tiene esta vez hitos estratégicos. Los repite el encargado de la Presidencia, Juan Guaidó: Cese de la usurpación criminal, gobierno de transición y elecciones libres. Mas tras de todo ello, tras lo instrumental, sin embargo, lo esencial es lo que los funda y da legitimidad, a saber, el exterminio que sufren los venezolanos.

La urgencia de la ayuda humanitaria que reclaman y su acopio es el punto de unión entre las víctimas alrededor de Guaidó y es ese el único foco capaz de sostener la concertación internacional, alejando los territorios propicios para la cobardía o la neutralidad. Hay que seguir empujando en ese sentido, pues también es dato de la realidad la ambigüedad de la diplomacia. La Agenda 2030 de la ONU: Transformar nuestro mundo, por ende, en sus centenares de párrafos, solo menciona a la democracia una sola vez, como adjetivo, sin consecuencias y al Estado de Derecho, apenas cuatro veces, sin definirle sus contornos.

Urge el freno del exterminio. A los responsables de proteger los juzgarán las víctimas.

    

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