COLUMNISTA

Adiós a los muertos

por Mauricio Gomes Porras Mauricio Gomes Porras

Sabemos que no somos los únicos animales que sentimos luto por nuestros muertos. Más allá de la consciencia de la muerte, el lamento -expresado en comportamientos inauditos- está registrado en muchas especies. Algunos gorilas cargan durante días los cadáveres de sus hijos, lo mismo se ha visto en delfines y ballenas. Ciertos tipos de pájaros, luego de la muerte de sus parejas, dejan de comer hasta morir. Pero los más intrigantes para mí son los elefantes: reconocen los huesos de otros como ellos y los tocan con sus trompas y patas en silencio, solemnes, e incluso regresan a visitar los lugares donde los encuentran como si fueran cementerios.

Por nuestra parte, hemos desarrollado durante miles de años distintos rituales para facilitar la despedida, incluso cierta evidencia sugiere prácticas funerarias desde antes del homo sapiens moderno. A pesar del lugar destacado que ocupan estos rituales en todas las grandes religiones modernas, parece equivocado reducirlos a eso, porque está claro que no es solamente una declaración de principios del muerto, sino que tiene tanto o más que ver con los sobrevivientes.

Yo no he tenido que enterrar a nadie todavía. Ya llegará el día en que toda la existencia de una persona parezca reducirse a una caja, un bulto, unos pocos metros de tierra entre los dos. Ya llegará el día de decir adiós, de comenzar a verlo en sueños, de sentirme mal cuando se me olviden las pequeñas cosas que son las únicas que valen la pena: la voz, el olor, los ruidos y silencios… Unos metros de tierra, casi nada frente a un océano, casi nada y a la vez todo lo que se necesita para poner un mar de tiempo entre los dos.

Uno de los peores miedos que tengo es que maten a algún familiar mío en Venezuela y tenga que planear un entierro a distancia, luchando contra el tiempo, la descomposición. Es perfectamente posible que pase y no me entere, además. Podrían pasar días, si acaso. Y yo pensando que es extraño que no me haya escrito. Nadie, ningún policía, me llamaría. Sería otra muerte entre tantas, quizás otro cuerpo no identificado en un carrusel indiferente, descongelado, sin formol. Esperando por mí. Y tal vez así nos encuentre, finalmente, su destino latinoamericano y el mío. Porque en mi pesadilla quedo entonces marcado con el signo que siempre se ve en los ojos, cuando esa gente mira al vacío, cuando se quedan pensando, solo que no están pensando, tampoco recordando, están como tanteando el peso de la sombra, que es el mismo peso de la tierra que llenó el hueco vacío sobre la caja. De repente, lavando los platos: una cosa difusa, unos pocos metros de tierra. El mar no se achica.

La Ilíada narra el que debe ser el episodio funerario más famoso de la literatura: en medio de la larga guerra entre griegos y troyanos, Héctor, guerrero troyano, mata a Patroclo -el mejor amigo de Aquiles, griego- en combate. Héctor quiere profanar su cadáver, pero los griegos recuperan el cuerpo. Aquiles luego derrota a Héctor, y cuando está a punto de matarlo le adelanta su venganza: «A ti los perros y las aves te despedazarán”. Héctor le ruega, pero no por su vida, sino por su cadáver: le dice que su padre (Príamo, el rey de Troya) le pagará si devuelve su cuerpo para que los suyos puedan entregarlo al fuego. A Aquiles le da igual y dice en un despliegue de odio exquisito: «Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo”.

Muerto Héctor, Aquiles perfora sus talones y lo amarra a un carro jalado por caballos. «Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran. Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos”.

Durante días, mientras extendía las honras funerarias a Patroclo, Aquiles siguió vejando el cadáver de Héctor, enloquecido por el odio y el dolor. Entonces el alma de Patroclo se le aparece una noche y ofrece una explicación muy interesante de los ritos funerarios: «Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las puertas del Hades; pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no me permiten que atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante por los alrededores del palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido llorando; pues ya no volveré del Hades cuando hayáis entregado mi cadáver al fuego”.

Aquiles procede a cumplir la orden del fantasma de Patroclo, pero insiste en negarle la misma clausura a Héctor: «Ya te cumplo cuanto te prometí. El fuego devora contigo a doce hijos valientes de troyanos ilustres; y a Héctor Priámida no le entregaré a la hoguera para que to consuma, sino a los perros”.

Los dioses interceden por Héctor y convencen a Aquiles de entregar el cadáver a cambio del pago de un tributo, también instruyen al anciano padre de Héctor, Príamo, de presentarse ante Aquiles, pero con la condición de ir solo acompañado de un heraldo mayor que él para guiar las mulas que arrastran los tributos. A su esposa le parece una locura, «¿Cómo quieres ir solo a las naves de los aqueos y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón”. Pero Héctor no la escucha: «Si mi destino es morir en las naves de los aqueos, de broncíneas corazas, lo acepto: máteme Aquiles tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle”.

En el camino, el dios Hermes se revela y, antes de guiarlo al campamento de Aquiles, le informa que los dioses han estado protegiendo al cadáver de la decadencia: «Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura”.

Al aparecer frente a Aquiles, ocurre una escena conmovedora en la que Príamo le ruega: «Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos”. Aquiles se conmueve y lloran los dos, cada uno por sus pérdidas, «entregados uno y otro a los recuerdos”.

Es como si ambos entendieran que podrían ocupar el lugar del otro. Podría ser el padre de Aquiles el que le esté rogando a otro por su cuerpo, podría ser Héctor el que hubiera dejado a otro padre sin hijo. Es un momento de humanidad. Pactan, suscriben libremente un contrato y así se reconocen como iguales. Quizás es este momento uno de los antecedentes culturales más antiguos del desarrollo de la idea de los Derechos Humanos.

Aquiles prepara el cadáver de Héctor y le ofrece una tregua para que los troyanos puedan hacer sus ritos funerarios. «Durante nueve días lo lloraremos en el palacio”, dice Príamo, «el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere”. Y entonces Aquiles le contesta: «Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me pides”.

«Así es la guerra, compatriotas. En la guerra se triunfa o se muere, no hay términos medios”, dice un audio del 15 de enero presuntamente atribuible a Freddy Bernal, ministro del chavismo. El audio hace referencia a la muerte de miembros de fuerzas de seguridad durante la operación que acabó con el asesinato de Oscar Pérez y su grupo de rebeldes.

Un resumen para quienes puedan desconocer todo esto: El 27 de junio de 2017, un piloto de la policía científica (Cicpc) llamado Oscar Pérez tomó un helicóptero, lanzó varias granadas sonoras contra el Tribunal Supremo de Justicia y disparó balas de salva contra el Ministerio del Interior, mientras enseñaba para las cámaras una pancarta que hacía referencia a un artículo de la constitución que incita a desconocer a cualquier autoridad contraria a la democracia o los derechos humanos. Al día siguiente, el helicóptero fue encontrado abandonado en una zona montañosa. Además de distintos comunicados grabados y una aparición sorpresa en una manifestación, la única acción llevada a cabo por el grupo fue la toma sin víctimas de un cuartel de la Guardia Nacional para sustraer armas y municiones.

El pasado 15 de enero, luego de casi ocho meses en la clandestinidad, Oscar Pérez fue abatido en una operación con tintes de exterminio. Esto lo sabemos porque a través de su cuenta de Instagram se encargó durante horas de reportar su propio asesinato. Fueron 14 videos en los que narraba poco a poco el asedio, la pena de muerte en directo. Allí el país entero lo vio negociar su rendición con la policía, le aseguraron que la orden del presidente era «resguardar su vida”. Estaban todos calmados. El grupo intentaban convencer a sus verdugos de que se unieran a su causa. Hay disponible incluso un video de casi 5 minutos en el que se los ve negociando. Luego, conforme avanzaba la mañana, vimos a uno de sus compañeros sangrando por la boca, una y otra vez lo vimos pidiendo a gritos que no les disparasen, incluso una vez lo pide por favor, gritan que quieren rendirse, que quieren entregarse. Se despidió de sus hijos, habló de Dios, lo vimos con sangre en la cara. Vimos todos el terror en sus ojos, difícil olvidarlo en un video en particular. Bajo el ruido de los tiros, denunciando que los estaban atacando con lanzagranadas, escondido detrás de una cocina en llamas, lo vimos diciendo con resignación: «Venezuela, no quieren que nos entreguemos, literalmente nos quieren asesinar, nos lo acaban de decir”.

Silencio en las redes. Horas después, una foto: las paredes completamente derrumbadas, unas piernas, con la mano sobre una de ellas está Oscar Pérez y en su frente lo que parece ser un orificio de bala. Después vinieron las fotos de cómo quedó la casa. Y semanas después las de su total demolición.

La versión oficial de los hechos está llena de incongruencias, que incluyen cambios de nombres de muertos y discrepancias sobre su pertenencia -o no- a cuerpos de seguridad o a colectivos paramilitares. No hay, todavía, un solo video que apoye puntos clave de la versión oficial. Al contrario, los únicos videos tomados, aparentemente, por los propios cuerpos de seguridad, los muestra reventando la casa con lo que varios expertos dicen que es un lanzagranadas antitanques. Este 2 de febrero, además, se publicó un audio que confirmaría la tesis de que todos fueron ejecutados una vez se habían rendido.

Tardaron al menos tres días en dejar que unos pocos familiares reconocieran algunos de los cuerpos, para otros se demoraron todavía más. A lo largo de todo el proceso, las familias denunciaron que los estaban presionando para que accedieran a cremarlos. Incluso en la última noche se hizo público que el padre de Oscar Pérez, que al nacer no lo había reconocido, apareció sorpresivamente con la supuesta intención de autorizar la cremación. Su madre y demás familiares se movilizaron para evitarlo. Al final, el cuerpo de Pérez no fue, realmente, entregado a su familia: sin el consentimiento de ellos, seis días después de haberlo asesinado, fue llevado de madrugada en secreto al cementerio y desde allí los notificaron. Solo su tía y una de sus primas pudieron verlo antes de bajarlo a la tierra, porque los militares acordonaron el cementerio y se prohibió el acceso a los demás durante horas. Fue tal la confusión que una de las primas dice que lo enterrado podría ser un muñeco, pero otra la desmiente. Se les prohibió velarlo y vestirlo. Fue enterrado en una sabana.

El destino de los cadáveres mantuvo en velo al país durante casi una semana y el calvario que atravesaron los familiares fue transmitido en vivo, como un epílogo de los videos que Pérez había compartido. Su madre, en el exilio, reclamaba varias cosas a lo largo de la semana en unos videos conmovedores: que permitieran a su hermana identificarlo para tener certeza de que estaba muerto, que de una buena vez se lo entregaran a dicha hermana, que permitieran sacarlo del país para velarlo y enterrarlo frente a su esposa e hijos.

Estas dificultades y frustraciones distan de ser una experiencia aislada. Por ejemplo, Lisbeth Ramírez, la única mujer asesinada, fue trasladada y sepultada bajo condiciones ajenas a su familia: su cadáver fue transportado en un avión militar hacia San Cristóbal, durante el trayecto confiscaron los teléfonos de sus hermanos, al llegar nadie sabía dónde planeaba enterrarla el gobierno y los familiares estuvieron corriendo de un cementerio al otro hasta que finalmente pudieron hacerlo adentrada la noche y en lo que ha sido el único entierro nocturno de los sepultureros del lugar. El cuerpo estaba dentro de una urna sellada, metido en una bolsa gris apenas abierta desde la que se le veía tan solo media cara.

No permitieron que se reencontraran con sus cuerpos de una forma normal. ¿Por qué? ¿Qué cuentan esos cadáveres? ¿Qué pueden decir? La primera explicación es la más evidente: criminalística. Ya se sabe que seis de los siete cadáveres tienen tiros en la cabeza. Cada tanto, en todo el mundo, se excavan tumbas y fosas llenas de cadáveres que luego han servido para procesar a antiguos jerarcas de dictaduras caducas. Pero en este caso, la prolongación, el vaivén y la indecisión sobre el destino de esos cuerpos se sintió también como parte del castigo. Durante una semana, esas personas regresaban a sus casas con el miedo de saber que querían reducir sus muertos a ceniza mientras ellos dormían. Volvían entonces a primera hora de la mañana a la morgue y rogaban el día entero por una tregua, una ventana de humanidad.

Van más de 2.700 años desde que el griego Homero imaginó una tregua, en nombre de la dignidad humana, entre enemigos a muerte durante una guerra de diez años. Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero los grandes temas siguen siendo los mismos.

Difícil saber si el peso simbólico de Oscar Pérez acabe resultando beneficioso para la causa opositora, si su ejemplo inspire a otros más de lo que los asusta. Está claro que produjo una especie de consenso que desde hace meses no existía, aunque fuera trayendo a primer plano la ya conocida faceta asesina del gobierno.

Se pueden decir muchas cosas sobre el operativo que acabo dándoles muerte, menos que fue hecho discretamente. Por el contrario: hubo un despliegue de fuerza que sugiere algo distinto, y en esto se incluye la inclemencia. Bajo esta lógica, ¿por qué pensar que el gobierno tiene algún interés en disminuir lo sucedido? Hicieron todo para que fuera aleccionador, para que nadie más volviera a rebelarse. Hay que preguntarse si no es el secuestro del cuerpo una forma de prolongar la lección: sufrirá tu familia.

Ser tan poderoso, tan absoluto, que se niega una clausura para los tuyos, se cancela el derecho al luto, se posee tu cuerpo luego de tu muerte. Hasta cierto punto, no solo reafirma el castigo originario sino que lo reemplaza porque es una forma de afectar la experiencia que tienen los demás del individuo incluso después de su muerte. Como el borrado de nombres y la destrucción de estatuas que hacían los romanos cuando condenaban la memoria de alguien, o lo mismo entre algunos faraones y sus antecesores. Hay cierta dimensión megalómana, divina, en un poder que cree que puede alterar la memoria e incidir sobre lo remanente en el medio físico.

Hay una larga tradición detrás de este tipo de prácticas. En los reinos ibéricos, por ejemplo, las tierras de los traidores eran inutilizadas con sal para extender el castigo aún después de la muerte del condenado. Medidas como estas convertían el escarnio en un monumento, en este caso uno con la peor de las connotaciones metafóricas: la aridez, la esterilidad absoluta, porque no hay cosecha posible que salga de la traición. Traicionar al soberano era transformar el medio físico en un páramo de piedra. Y bajo ese espíritu, en lo que hoy es un pequeño callejón de Lisboa y antes era un hermoso palacio, se encuentra levantada desde hace siglos una columna con la siguiente inscripción en su base:

«Aquí fueron arrasadas y saladas las casas de José Mascarenhas, despojado de los honores de Duque de Aveiro y otros (…) Ajusticiado como uno de los jefes del bárbaro y execrado desacato que en la noche del 3 de septiembre de 1758 se había cometido en contra de la real y sagrada persona de D. José I. En este terreno infame no se podrá edificar en tiempo alguno”.

Son mecanismos punitivos dentro de la larga lista de vejaciones que se permite la paciencia del poder, un poder que se proyecta a la sociedad como si fuera tan sólido como piedra «sobre la que edificaré mi iglesia”, una cosa tan predestinada como la naturaleza divina de un rey católico. En el caso venezolano, esta sobredimensión de la maldad responde a una intención que busca institucionalizarse. O sea, busca ser tan ruin, tan contrario a lo humano, que parezca transcendentalmente malo: lo malo absoluto, lo malo primigenio, lo malo cosmogónico e irracional e irreversible y que siempre estará ahí, de alguna forma, mientras el mundo sea mundo. Así se hace eterno el chavismo, esta es la manera de vincularse con el terror del fin de los tiempos. Una idea presente en otros grupos que también buscan proyectase como una fuerza de la naturaleza, una especie de caos natural -pero inducido por el hombre- en contra de todo lo que signifique el orden previo. O sea, no es tanto que nos estén intentando decir que pueden hacer lo que quieran, que están impunes, es un poco más perverso: nos están diciendo que son tan inherentes a la vida y al mundo natural como la noche, el día y la cadena alimenticia.

Desde el primer momento de la insurrección de Oscar Pérez, sus acciones estuvieron dirigidas a ocasionar un impacto en la opinión pública e inspirar a otros miembros de las fuerzas de seguridad a hacer lo mismo. Su atracción hacia lo mediático fue, al mismo tiempo, la forma que escogió para su lucha y la razón de su descrédito.

Desde el comienzo, desde aquél espectacular episodio del helicóptero, la gente dudaba de él por el nulo valor militar de esa acción y por lo impune que salió. Luego, cuando comenzó a publicar videos rodeado con hombres encapuchados, leyendo seriamente comunicados bajo una iluminación teatral, la gente dudaba incluso porque lo hacía muy bien. La prensa internacional le puso apodos como «el Rambo venezolano» o «Venezuelan James Bond». Pasados esos primeros momentos, se convirtió en un personaje extraño del cual casi nadie sabía muy bien qué pensar.

Eso es lo más trágico de su historia: cuando tomó la decisión más importante de su vida, una que sentía como absolutamente coherente con las cosas que llevaba haciendo durante años, esas cosas que hizo le parecían demasiado sospechosas a los demás. Las redes sociales donde daba cuenta de su filantropía, su paso por el cine, su asociación con la masonería, su destreza absoluta con las armas y el submarinismo y el paracaidismo; todo eso parecía demasiado mediático y extraño, muy poco apegado a la imagen mental que se tiene del perfil de un conspirador. No hubo el gran movimiento de masas que seguramente imaginó, pocos pueden decir que creyeron en él desde que lo vieron en el helicóptero. Fue una incógnita curiosa para muchos hasta sus últimos momentos y él estaba tan dolorosamente consciente de eso que comienza uno de los videos de la mañana de su asesinato diciendo: «Para los que tuvieron dudas, aquí estamos”.

Nadie duda hoy de él.

Los héroes homéricos no llevan vidas tranquilas. Entran y salen de la gracia de los dioses constantemente, persiguen el reconocimiento de sus pueblos embarcándose en gestas peligrosas a las que no se pueden resistir. Viven como esclavos de las voces que solo le hablan a ellos, entregados a ser las manos que ejecutan las voluntades divinas. Todos ellos pagan el precio de no ser como los demás, y por eso seguimos recordándolos.

Y termina así La Ilíada:

«Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.

Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos”.