Hablar de la finalización de dicho siglo y del agotado papel de sus generaciones –me incluyo dentro de ellas– para la construcción de los espacios públicos del porvenir, es señalar el definitivo ingreso de Venezuela, ahora sí, al siglo XXI, el de la Aldea Global, el de la inmediatez y fugacidad de los hechos en la política, el de la libertad como hito dominante que amarra al conjunto socialmente invertebrado que somos, el de la libertad desenfadada pero existencialmente irrenunciable.
Ha lugar ese final con retardo y como un sino de nuestra historia de desencuentros y patadas, es verdad, habiéndose comido 30 años, desde 1989, y habiendo castrado a sus generaciones de coyuntura haciéndolas políticamente inútiles. Pero ocurre ese cierre de ciclo, esta vez y casi fatal, huérfano de decoro.
Nada que ver con la fuerza intelectual ni con la épica que nutren los primeros 30 años del siglo XIX, antes de que despache los siglos del tiempo colonial anterior y se haga realidad nuestra República en 1830, una vez como nos separamos de la Gran Colombia. Menos aún con la ceremoniosa muerte del general Juan Vicente Gómez, en 1935, cuando llegamos con retardo al siglo XX y cuyo sucesor le abre compuertas a la generación estudiantil de 1928 luego de que, antes, intentaran hipotecarla los partidos del siglo precedente. El esfuerzo de esta se corona pasados otros 30 años, a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
El teatro de amoralidad maquiavélica que vienen a ser las elecciones regionales convocadas por la dictadura de Nicolás Maduro, celebradas por los causahabientes divididos de un partido que nos lleva a los venezolanos hasta los predios de la modernidad civil y en libertad, no se lo merecen los forjadores del Pacto de Puntofijo de 1958. Ese teatro compromete la memoria del titánico esfuerzo que se realiza durante el ciclo que concluye en 1989 y alcanza a enterrar la barbarie, el cesarismo militar que nos domina desde cuando cae la Primera República, hija de hombres de talento y pensamiento, asimismo traicionados por quienes empuñan las espadas y tiñen de rojo nuestra geografía.
El hecho revela y refleja el decaimiento, la anacyclosis, el término de una transición muy traumática sin lugar a dudas. Es la transición, repito, que se inicia con el Caracazo y los golpes de Estado agenciados desde La Habana, en una sucesión de gobiernos “transitorios” que frisan casi tres décadas más, se sitúan por encima de las banderías partidistas intentando forjar un nuevo consenso histórico, sin alcanzarlo. Y el que propugna al término Hugo Chávez Frías –fruto malo dentro de los frutos buenos de la democracia civil que concluye en 1999– y lo escribe de su puño y letra para casarse consigo mismo, no con el país, que para colmo nos devuelve al pasado, resucita el gendarme necesario y hasta los partidos venidos del siglo último lo asumen como su catecismo: la Constitución centralista, personalista y militarista de 1999.
Tenemos a la vista, entonces, un cuerpo político en agonía, apenas animado por enconos no superados ni resueltos, muchos de ellos heredados. Los albaceas de ese siglo XX glorioso, devenido luego en parque jurásico por anacrónico en sus haceres y procederes partidarios, hoy se pelean por odres vacíos o sin vino fresco –gobernaciones de estados y pronto alcaldías municipales– a la manera de una sucesión intestada, colmada de deudas y enriquecida con odios, desconfianza y oportunismo. Lo paradójico es que se entregan y designan como notario repartidor de esos cascarones de poder a los enemigos históricos de nuestra democracia republicana, uno de los cuales sobrevive a la sombra del poder dictatorial, insepulto, y quienes se amamantan de las frustraciones que les provocan las aventuras guerrilleras de los años sesenta. Es como si en el fondo se nutriesen de la misma savia o perspectiva que hace mieles en la boca del actual e iletrado dictador y su entorno de “tarazonas”, a saber, el secuestro de la política por los políticos de la burocracia y usufructuarios del Estado; esos que tratan a las personas como piezas de su azar electoral, de una democracia de casino o de usa y tire que les basta, que causa desencanto, enojo, una indignación colectiva comprensible.
Los despojos del partido Copei, otrora epígono de la ilustración socialcristiana, reposan en las escribanías de los jueces de la narcodictadura gobernante ante la incapacidad para entenderse de sus detentadores; mientras el partido socialista-democrático que se construye con caldo adobado por las letras más exquisitas de nuestro intelecto y los puñetazos de quienes buscan ganarse la calle a sangre y fuego, Acción Democrática, baja la cerviz para negar su propia historia.
Los últimos liberales y conservadores del siglo XIX buscaron prorrogarse hacia el siglo XX en la plenitud del gomecismo y en una proeza, al menos encomiable, como lo fuera la invasión del Falke. Allí cae, como signo de ruptura o parteaguas, junto con los viejos zorros, el joven Armando Zuloaga Blanco, de la generación universitaria, ícono de la resistencia. Fue la despedida, pero también el empujón leal que les dieran aquellos a esa generación que 30 años después logra su cometido civilizador.
Nuestros “conservadores y liberales” del siglo concluido, en su última hornada, por lo visto le tomaron miedo y hasta desprecian al pueblo cuya madurez y fuerza crítica fuese la obra mayor de sus mayores. Y al negarle su espaldarazo a la historia que está por hacerse han preferido enterrarse sin historia. La historia, no obstante, tiene sus modos inesperados de corregir su curso hacia los tramos siguientes que esperan de su escritura, y acaso el affaire de los gobernadores es uno de ellos y bienvenido.
¡Salud a las generaciones de la resistencia!
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