Antes de las protestas fue el voto. Hasta el 6 de diciembre de 2015, el régimen chavista manejaba la coartada perfecta. Gracias a la democracia, destruía a la democracia. El sufragio popular refrendaba el suicidio colectivo. Cada voto era un puñal contra el sistema de libertades públicas. Con el apoyo entusiasta de la mayoría, se pavimentó el camino a este infierno. Los resultados electorales daban pábulo a la última telenovela caribeña. El adalid de los pobres una y otra vez derrotaba en las urnas a una minoría de oligarcas golpistas, terribles villanos que solo defendían sus oscuros intereses. Los medios extranjeros transmitían el culebrón y la comunidad internacional seguía la trama sin moverse de su asiento. Pero llegaron las parlamentarias, al galán revolucionario se le cayó la careta y la audiencia descubrió la verdad: el malo siempre usó bigote.
El voto deslegitimó al oficialismo. No la abstención. El fracaso electoral echó por tierra sus argumentos. Quedó absolutamente demostrado que el chavismo no encarna a la mayoría que exige cambio. El ataque contra la Asamblea Nacional, máxima expresión de la voluntad popular, activó la calle y obligó a los gobiernos democráticos a levantarse de su silla. De repente, los vecinos de El Valle pedían lo mismo que Ángela Merkel: respeto al sufragio. Un reclamo sólido e incuestionable. Profundamente democrático. Una imagen lo resume todo: mientras el jefe del Poder Legislativo, Julio Borges, recorría las principales capitales de Europa, el presidente Nicolás Maduro estrechaba los lazos históricos que unen a Venezuela con la hermanísima República de Kazajistán. Con votos. Sin votos.
La oposición ni “reconoce” ni “cohonesta” al régimen chavista por el hecho de medirse en este proceso. Al contrario, intenta colarse por las rendijas que –muy a su pesar – el gobierno aún no puede cerrar del todo, para avanzar hacia el objetivo de conquistar la transformación política. Un triunfo claro en las regionales permitiría a la Unidad fortalecer su posición interna y externa, y aumentar la presión sobre Miraflores. Sería un paso más y muy valioso en el camino hacia la recuperación de la democracia. Incapaz de sumar una sola voluntad a su proyecto fracasado, Maduro se ha convertido en el principal promotor de la abstención en Venezuela. Su cálculo es perfecto: si baja la participación, crecen sus posibilidades de ganar. El silencio es su mejor aliado. Por eso hay que hacer bulla, mucho ruido. Y no renunciar voluntariamente, no inhibirse. Recuperar el espíritu de una rebelión popular que no empezó en abril de 2017, sino en diciembre de 2015. Con el voto.
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