Venezuela parece haber elegido el camino del suicidio. A diferencia de otros casos en los que se decide poner fin a la existencia, en la situación venezolana la decisión de poner fin a su vida como nación se hizo de forma lenta, periódica, escalonada, como si de una tortura premeditada se tratase. Lo cierto es que Venezuela, el país, la nación, sus lazos con la ciudadanía, cada vez más se refieren a un melancólico “fue” que vence al presente “ser”.
Una buena parte de los teóricos políticos sostienen que los Estados no terminan de colapsar, incluso aquellos calificados como fallidos, no importa qué tan grave o profundo llegue a ser su nivel de degradación. Quienes plantean esta premisa aseguran que Venezuela sigue existiendo, puesto que allí está el Estado soberano con sus lineamientos básicos: población, territorio y algo de poderes públicos.
Aquella afirmación no es más que un tecnicismo. La formalidad del Estado venezolano no es más que un mero espejismo. Y debemos aceptarlo. Incluso alcanzando la mentada transición hacia la democracia –cada día más lejana, compleja y llena de vicisitudes– lo que sucede en este espacio de Suramérica no tiene parangón ni referencia con lo que alguna vez fue Venezuela. Pasarán generaciones enteras, entiéndase bien, enteras, y muchas décadas para que la destrucción del tejido social muestre algunos signos de recomposición.
Es hasta cierto modo entendible que los políticos –si tienen algo de sensatez– no hablen en estos términos, sino que promuevan la esperanza. Pero el daño es tan profundo, tan devastador que la tragedia no se solucionará simplemente promoviendo ajustes y observando con felicidad que el país, presumiblemente, pueda llegar a tener uno de esos famosos “milagros económicos” a la usanza de Alemania, Chile o Perú.
Lo que es más difícil de aceptar es el hecho de que esta devastación no obedece solamente a un gobierno, a una persona, a un sistema de coacción. Nos guste aceptarlo o no, buena parte de los venezolanos somos corresponsables, directa o indirectamente, de la decisión colectiva que tomó la nación venezolana de poner fin a su existencia. Porque las élites fueron irresponsables, qué duda cabe, pero también la vasta mayoría de los ciudadanos de alguna forma u otra aceptó, entronizó y hasta disfrutó el tribalismo incivilizado como forma de interacción en Venezuela.
A medida que esta realidad se hace más evidente, los signos de abandono se hacen más palpables. Bandera blanca. Cada vez menos la gente se toma en serio lo que sucede. Ni siquiera las redes sociales se consultan para aquellos que tienen acceso a ellas, porque es predecible el resultado: la constatación de que cada día el escalón de la degradación desciende un peldaño más. Una estatización más, un asesinato más, un preso más, cualquier medida dictada por el Ejecutivo nacional que vaya a contracorriente del sentido común y de la modernidad.
La prioridad es otra. Sobrevivir mientras se pueda, en el intermedio de las gestiones necesarias para garantizar nuestra partida a cualquier otro lugar del mundo en el que exista algo de funcionalidad y se pueda vivir al menos con algo de dignidad. Se decidió ponerle fin a la existencia de la nación. Quienes aún transiten por estos lados lo harán con la resignación de saber que no pueden cambiar su realidad, de que ya todo está desdibujado y que, en el caso de permanecer en tránsito dentro esta tragedia, deberán asumir todos los riesgos que implica estar a merced de esta destructiva orfandad y desinterés. El país ha sido abandonado.
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