En 2018 se cumplieron sesenta años de la emisión por la cadena estadounidense de televisión CBS de un episodio de la serie de “westerns” llamada Backtrack o Rastreando. “El fin del mundo” es el título del episodio de esa serie que cuenta la historia de un charlatán que llega a un típico pueblo del lejano oeste y convoca a la población a que acuda a oír la urgente noticia que les trae.
Está por ocurrir una “explosión cósmica” que va a acabar con el mundo, les dice. Pero él los puede salvar. Él, y solamente él. Para sobrevivir deben construir un muro alrededor de sus casas y comprarle unas sombrillas especiales que desviarán las bolas de fuego que lloverán del cielo. ¿El nombre del charlatán que protagoniza este episodio? Trump. Walter Trump.
En el programa de televisión –que se puede ver en Youtube– Hoby Gilman, un Texas Ranger que representa el sentido común, trata de persuadir a sus vecinos de que no le hagan caso a Trump. “Es un estafador… nos está mintiendo”, les dice. Al igual que su homónimo de la vida real que capta la atención del mundo medio siglo después, el Trump de la serie suele usar a sus abogados para neutralizar a críticos y rivales: Walter Trump amenaza a Gilman con demandarlo.
Los charlatanes siempre han existido. Son bribones que con gran habilidad verbal logran venderles a incautos algún tipo de producto, remedio, elixir, negocio o ideología que, sin mayor esfuerzo les quitará sus penas, aliviará sus dolores o los hará prósperos.
Últimamente, el mercado de la charlatanería, especialmente en la política, ha tenido un gran apogeo. Ha aumentado tanto la demanda como la oferta de soluciones simples a problemas complejos. La demanda la impulsan las crisis y la oferta la potencian las redes sociales.
Las crisis de todo tipo que aquejan al mundo de hoy son el resultado de potentes fuerzas: tecnología, globalización, precariedad económica y desigualdad, criminalidad, corrupción, malos gobiernos, racismo y xenofobia, entre otras. El resultado es la proliferación de sociedades con grandes grupos de personas que se sienten, con toda razón, agraviadas, frustradas y amenazadas por el futuro. También constituyen un apetitoso mercado para charlatanes que ofrecen soluciones simples, instantáneas e indoloras.
En la serie de televisión de 1958, un anónimo narrador nos relata lo que pasó: “El pueblo estaba listo para creer. Y como corderos corrieron al matadero. Y allí, esperándoles, estaba el sumo sacerdote del fraude”.
Medio siglo después, estas frases suenan muy actuales. Hay cada vez más sociedades dispuestas a votar por quien les haga la promesa más simple y que, además, ofrezca romper con todo lo anterior y sacar del poder “a los de siempre”.
Los embaucadores de hoy son, en esencia, similares a los que siempre han existido, solo que ahora disponen de tecnologías digitales que les dan inimaginables oportunidades. Son charlatanes digitales.
La intervención clandestina de un país en las elecciones de otra nación es un buen ejemplo de prácticas antiguas que se han repotenciado. Ahora los charlatanes digitales operan a través de los famosos bots. Estos son programas que diseminan a través de las redes sociales millones de mensajes automáticos dirigidos a usuarios que han sido seleccionados porque tienen ciertas características: una determinada edad, sexo, raza, localización, educación, religión, clase social, preferencias políticas, hábitos de consumo, etc. Como todos los buenos charlatanes, los administradores de los bots saben identificar a las personas propensas a creerles. Antes, los charlatanes usaban su intuición para identificar a sus víctimas, ahora usan algoritmos. Una vez identificadas sus víctimas, los creadores de los bots les envían mensajes que confirman y refuerzan sus creencias, temores, simpatías y repudios. Los charlatanes digitales saben cómo estimular ciertas conductas en quienes reciben sus mensajes (votar por un candidato y difamar a su rival, apoyar a cierto grupo y atacar a otro, diseminar información falsa, unirse a un grupo, protestar, hacer donaciones, etc.).
Estas nuevas tecnologías digitales tienen la propiedad de ser, al mismo tiempo, masivas e individuales. Quienes las usan pueden, simultáneamente, contactar a millones de personas y hacerle sentir a cada una de ellas que está interactuando de una manera directa, personal y casi íntima con alguien con quien comparten formas de pensar.
Esto fue exactamente lo que pasó en las elecciones estadunidenses que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca. El consenso de las agencias de inteligencia de Estados Unidos y de otros países es que esta fue una operación brillantemente diseñada y ejecutada –a muy bajo costo– por el gobierno ruso bajo la supervisión directa de Vladimir Putin.
Pero sería un error suponer que los charlatanes digitales solo influyeron en las elecciones estadounidenses. Se estima que 27 países han sido víctimas de la interferencia política orquestada por el Kremlin. Tanto en la crisis de Cataluña como en el brexit se detectaron intensas actividades de los bots y otros actores digitales controlados o influidos por el gobierno ruso. Sembrar el caos y la confusión y agudizar los conflictos sociales y debilitar así las democracias occidentales es el propósito de estos esfuerzos.
De hecho, una de las evidencias más reveladoras del impacto de los charlatanes de estos tiempos fueron las búsquedas de información que ocurrieron después del voto sobre el brexit, en el cual por un margen de 4% del voto popular, Gran Bretaña decidió divorciarse de Europa. Según Google, ¿qué es brexit? fue una de las preguntas más frecuentes de los buscadores del Reino Unido después de que se conocieran los resultados del referéndum. También se supo que muchas de las afirmaciones y datos usados por quienes promovieron el Brexit eran falsas. Pero, al igual que los habitantes en la serie de televisión, en este caso también “el pueblo estaba listo para creer”.
Lo mismo ocurre con las mentiras de Donald Trump. Según The Washington Post, Trump hizo 5.000 afirmaciones falsas en sus primeros 601 días como presidente, una media de 8,3 diarias. Recientemente, rompió su récord y en un solo día dijo 74 mentiras. No importa, el presidente sabe que, “el pueblo está listo para creerle”.
Todo esto apunta a una lamentable realidad: los seguidores de los charlatanes son tanto o más culpables que los charlatanes de que una sociedad apoye malas ideas, elija malos gobernantes o crea en sus mentiras. Con frecuencia los seguidores están irresponsablemente desinformados, son indolentes y están dispuestos a creer en cualquier propuesta que los seduzca, por más descabellada que sea.
Esto tiene que cambiar. En los últimos tiempos le hemos hecho la vida demasiado fácil a los charlatanes y hemos sido muy benevolentes con sus seguidores. Hay que reconstruir la capacidad de la sociedad para diferenciar entre la verdad y la mentira, entre los hechos confirmados por evidencias incontrovertibles y las propuestas que nos hacen sentir bien, pero que ofrecen soluciones que no lo son o que agravan el problema.
Necesitamos más educación ciudadana acerca de los usos y abusos de la tecnología digital y aceptar que la democracia requiere más esfuerzos que el de ir a votar cada cierto tiempo. Hay que informarse mejor, tener la mente abierta a ideas que no nos son cómodas y desarrollar el sentido crítico que nos alerta cuando nos manipulan. También hay que regular las redes sociales.
Sobre todo, hay que recuperar la capacidad de diferenciar entre líderes decentes y los charlatanes que nos mienten impunemente.
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